miércoles, febrero 13, 2019

Mascotas

Imagen: Constantine Sekeris




Ya le habíamos dicho a Isa que no queríamos que trajera más humanos a la casa. No somos intransigentes; es que esos bichos causan muchos problemas: se enferman fácilmente, son sucios y presentan conductas agresivas. Y, con las nuevas leyes, ya no puede uno tenerlos en jaulas. Además, esos caprichos de Isa siempre terminan en lágrimas. Cuando era más pequeña, tuvimos uno que nos duró hasta que se enfermó a sí mismo con las porquerías que comía. Cuando murió, Isa se empeñó en enterrarlo en el jardín y no paró de llorar hasta que le compramos otro. No nos gusta comprarlos. Según dicen, en esas tiendas los tienen esclavizados, especialmente a las hembras, cuya vida se reduce a la reproducción de más infelices para vender. ¿Además para qué queremos humanos de raza? De todas maneras, ya todos vienen mezclados y ninguno es mejor que los otros. Naaaa, es una vil estafa.
         Pero bueno, resulta que a este último se lo encontró Isa en la calle, todo flaco y sarnoso y buscando comida en la basura. Se acercó a él y empezó a hablarle, con todo y que le dijimos que tuviera cuidado: esos seres tienen la costumbre de morder la mano que los alimenta. El humanito se le quedó viendo a mi hija con desconfianza y gruñó.
         —Vámonos ya —ordenó mi esposa, de mal humor.
         —¿No podemos darle algo de comer, mamá?
         —No. Y no lo toques. Puede morderte. Seguro no está vacunado.
         Pero cuando mi hija quiere algo, no hay manera de hacerla desistir.
         —¡Por favor, por favor, por favor!
         Finalmente le dimos gusto. Con todo y el asco que me daba, agarré al bicho por la parte de atrás del cuello y lo eché en una caja de cartón que alguien había dejado ahí mismo, recargada en uno de los botes de basura.
         Una vez en casa, hubo que revisarlo a ver si no traía sarna o parásitos visibles. Luego lo bañamos y finalmente lo llevamos a la cocina. Le ofrecimos de lo mismo que habíamos comido nosotros, pero no quiso ni probarlo. Hubo que salir a comprarle una bolsa de Doritos.
         No se llevó bien con los hamsters que teníamos; a la hembra intentó violarla en cuanto la vio, y al macho lo atacó a mordidas, por la espalda, para quitarlo de su rueda de hacer ejercicio. Le dijimos a Isa que sería mejor deshacerse de su mascota, pero no quiso, con todo y que le dimos argumentos y opciones:
         —¿Por qué no buscamos un animal más bonito? ¿Qué le ves a éste? No tiene ni los colores de los peces, ni el encanto de los gatos, ni las cualidades morales de los perros, ni la utilidad de las gallinas.
         Lo único que logramos fue que aceptara tenerlo en el jardín, sujeto con una cadena. Eso dio buen resultado al principio, porque a los humanos les encantan las cadenas, pero éste empezó a hacer agujeros en la tierra. Creo que buscaba cosas brillantes: algún trozo de vidrio, un pedazo de metal, una envoltura... todo eso, especialmente si era dorado, lo hacía gruñir en éxtasis. Buscando esa basura, hizo tantos agujeros, dañó las raíces de tantas plantas, que entonces sí hablamos en serio con Isa. Y la niña entendió.
         Al día siguiente nos lo llevamos en el coche y lo dejamos en la orilla de la carretera, a ver si alguien se detenía a recogerlo.
         De esto han pasado ya varios meses. Algunas noches, cuando no puedo dormir y me pongo a pensar burradas, recuerdo a aquel humanito y me pregunto si no seremos nosotros, también, mascotas olvidadas a propósito en un camino solitario, por un ser más grande que se aburrió de tenernos en su casa.

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