De las
historias de fantasmas, las que más me gustan son las de los hoteles y moteles,
tal vez porque quienes se aparecen en esos lugares
son los perdidos por la carne: los infieles, los adúlteros, los arrebatados de amor.
En general, siguen el mismo patrón: una
pareja de amantes fue sorprendida por el marido celoso que los mató a los dos
a tiros y luego se suicidó en la misma habitación y todavía llora su pérdida. A
veces él no se mata sino huye, para luego ir a dar a la cárcel o desaparecer
para siempre (en un hotel de Tacubaya, se dice que un hombre alto vaga por los
pasillos con los ojos extraviados, buscando a alguien con una pistola en la
mano). Como quiera que sea, los dos o los tres se quedan atrapados ahí,
condenados a vivir una y otra vez el triste desenlace de sus amoríos.
Algunos huéspedes, que han tenido la
buena o la mala suerte de poder percibir estas cosas, dicen que primero se oyen
los jadeos propios de una pareja en la relación sexual. Luego comienzan a oírse
voces, voces que no dicen nada inteligible, lejanas, como si hablaran debajo
del agua o desde el fondo de un salón enorme. Llantos, gritos.
Lo común es que estos fantasmas se
manifiesten sólo de manera audible, aunque ha llegado a suceder que alguien los
vea: una mujer y un hombre con cuerpos desnudos hechos de humo que se abrazan
sentados en el suelo en un rincón, como si tuvieran miedo de ser descubiertos.
Sea como sea, se dice que en las
habitaciones donde se aparecen estos fantasmas se siente una atmósfera de
inefable tristeza, como si ese aire de amores desdichados, de respiraciones acezantes que ya no existen,
pesara sobre el corazón.
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