En sus más de 200 años de existencia, la obra de Jane
Austen jamás ha caído en el olvido, si bien es cierto que en lo que va de este
siglo sus lectores se han multiplicado
como nunca antes. Y algo que llama la atención es que la mayoría de
estos lectores son jóvenes. ¿A qué se debe tan entusiasta redescubrimiento, por
parte de la generación millennial, de
una autora que para muchas personas de generaciones anteriores era sólo un
clásico más, defendida con menos pasión que, por ejemplo, la tempestuosa Emily
Brontë? Claro, es posible decir que han influido en tal fenómeno las muchas
películas y series de televisión sobre las novelas de Jane Austen. Pero, ¿es
eso todo?
Vamos a
examinar de cerca lo que hizo. Sería difícil defenderla por el lado de la
originalidad si se tiene en cuenta que, en su época, había docenas de autores
(muchos de ellos mujeres) que escribían sobre los dilemas amorosos de la
burguesía terrateniente de Inglaterra. Entonces, ¿cómo se explica que Jane
Austen sobresaliera tanto, al grado de ser hoy en día la única que nos sigue
fascinando de los exponentes que de esa moda literaria?
Su obra
gira en torno a un solo tema básicamente: amor y matrimonio, y un solo mundo
narrativo: la vida burguesa rural en el sur de Inglaterra a finales del siglo
XVIII. Así que sus personajes, que son pocos en comparación con los de otros
escritores de la época, son jóvenes y señoritas de buenas familias que se
enamoran y deben vencer algunos obstáculos, hacer algunos descubrimientos y
resolver algunos dilemas antes de ver su amor coronado por un voto matrimonial.
Por supuesto, aparecen también otros personajes: las futuras suegras, los
futuros suegros, los chaperones, el personal de servicio de la mansión, algún
ocasional mensajero, algún médico, pero todos ellos son personajes secundarios
sin más función que la de dar un marco social y de paso crear obstáculos al
amor para mantener vivo el interés de los lectores.
Hasta
aquí, parecería que todo lo que hizo Jane Austen fue poner en práctica una
receta comercial. Sin embargo, como muchas veces se ha visto en la historia de
la literatura, el genio está en los detalles. Gracias a ese entramado de
vínculos sociales entre héroes y heroínas y personajes patiño, entre familias
ilustres y familias no tan buenas, entre enamorados sinceros y simples
oportunistas, la gran escritora inglesa logra hacer que se abra la flor de su
genio: la ironía. Así es, ese estilo suyo que le permite ironizar con magistral
sutileza sobre las motivaciones humanas es lo que la separa de toda la legión
de autores que han abordado el tema, y hablo tanto de sus contemporáneos como
de los nuestros. Escribir sobre el amor es fácil; escribir bien, con dominio de
la técnica y el estilo y a la vez con sutil ironía sobre las trampas que le
ponemos al amor, eso sólo un gran escritor puede hacerlo.
Otra de
las contribuciones de Jane Austen (para algunos eruditos la más importante de
todas) radica en el hecho de haber introducido en la novela moderna argumentos
dramáticos con un tratamiento auténticamente dramático. Basta observar cómo, en
Orgullo y prejuicio, por ejemplo, la
intriga amorosa se va entramando sobre la estructura típica de una obra de
teatro de cinco actos, con todos sus requisitos: unidad de acción, tiempo y
lugar, completa interdependencia entre el argumento principal y los argumentos
secundarios, el uso de la ironía dramática con un efecto de alto contraste, y
el uso de diálogos cortos y siempre fluidos.
Ahora
bien, algunos críticos miopes le han reprochado lo que les parece falta de
variedad en el diseño de los personajes. Ciertamente, las novelas de Jane
Austen se desarrollan en un solo espacio social y eso inevitablemente impone
límites. Sin embargo, una lectura cuidadosa nos llevaría a notar que la variedad
no está en la clase social ni en el vestuario de los personajes, sino en las
máscaras que cada uno ostenta. Y aquí vuelvo a insistir en esa genialidad que
tiene la autora para exhibir por medio de la ironía las inconsistencias de la
conducta social, la ridiculez de los individuos y las brechas entre realidad y
apariencia.
Sus
héroes y heroínas están llenos de matices, de juegos psicológicos. Veamos, por
ejemplo, el tema del crecimiento personal a través del autodescubrimiento. En
efecto, sucede con frecuencia que sus protagonistas caigan en el autoengaño:
creen algo que no es, sólo porque desean creerlo. A través del desencanto,
logran darse cuenta de su error y tienen la fuerza de ánimo y la humildad
necesarias para aprender de él y reorientar sus metas. De esta manera, Darcy y
Elizabeth, Jane y Bingley deben luchar contra su orgullo y vencer sus
prejuicios a fin de adquirir la sensibilidad necesaria para que su vida tenga
sentido.
Otra
cosa en la que Jane Austen fue absolutamente revolucionaria es que feminizó la
literatura inglesa. Todos los escritores trabajamos a partir de modelos,
llámese a esto imitación o influencia. Escribimos una historia porque antes
leímos otra, que nos conmovió, y deseamos hacer sentir a los lectores algo
parecido a lo que sentimos nosotros. En la época de Jane Austen, los modelos de
representación de personajes, tanto masculinos como femeninos, provenían de
autores hombres. Es decir, el público se acostumbró a ver a los hombres y a las
mujeres a través de los ojos de otros hombres. Jane Austen, a contracorriente,
construyó sus personajes sin imitar los modelos de sus contemporáneos
masculinos. Los veía con su mirada de mujer y así nos los entregó. Y al hacer
esto por primera vez en la historia de la literatura, hizo algo que revolucionó
los procedimientos narrativos. A esto me refiero cuando digo que vino a
feminizar la literatura. Sus grandes héroes –Darcy, Bingley, Knightly y Frank
Churchill– nunca aparecen haciendo cosas “masculinas”, no tienen aventuras
peligrosas ni se ejercitan con las armas ni cazan ni pelean a puñetazos; bueno,
ni siquiera llegan a aparecer solos. En compañía de sus coprotagonistas
femeninas –Elizabeth, Jane y Emma–, bailan, cenan, juegan a las cartas, dan
paseos, charlan, aman... y todo lo que podemos ver de ellos, de su psique, sus
modales, sus cualidades, lo vemos a través de las mujeres. Claro, esto también
ayuda a explicar que tantos lectores de hoy en día prefieran a Jane Austen: en
una época de feminización de la cultura, esta enorme escritora se nos aparece
como un espejo de la sociedad actual. Y su crítica nos toca directamente y con
tanta frescura como si Orgullo y
prejuicio se hubiera escrito ayer. En sus seis novelas mayores tocó temas
muy relevantes para nuestro tiempo, como la ambición de dinero, el clasismo, el
esnobismo, la dependencia económica de las mujeres y la cuestión de por qué las
mujeres deben casarse o si de verdad deben hacerlo. En efecto, como ella misma
había sido víctima de esas reglas, criticó mordazmente el hecho que las mujeres
tuvieran que depender del matrimonio para alcanzar la seguridad económica.
No sólo
eso. Jane Austen fue con toda probabilidad la primera escritora (y el primer
escritor) en retratar familias disfuncionales. Quizá fue incluso la primera en
notar que estas familias existían, la primera en romper el estereotipo
cristiano y burgués de la familia feliz. Al mismo tiempo, su obra novelística
es una crítica a la manera de escribir que estaba de moda en su época,
caracterizada por un estilo plano, personajes igualmente planos y más énfasis
en la hilación de anécdotas que en el aspecto dramático. Dejó atrás la novela
sentimental del siglo XVIII y preparó el terreno para el gran realismo del XIX.
Su importancia como figura innovadora es tal que la literatura inglesa es una
antes de ella y otra diferente después de ella.
Semejante
revolución la logró desde sus primeras cuatro novelas, Sentido y sensibilidad (1811), Orgullo
y prejuicio (1813), Mansfield Park
(1814), y Emma (1816). Con ellas
alcanzó el éxito y, lo más importante, inició ese viaje que llevaría la
literatura de su tiempo a nuevos paisajes. Lamentablemente, esos cuatro libros
fueron todo lo que alcanzó a ver publicado. Sus obra posteriores, La abadía de Northanger y Persuasión aparecieron poco después de
su muerte, en 1818. Dejó también dos novelas sin terminar, Sanditon y Los Watson, y
tres volúmenes de historias juveniles.
La
adaptación de sus obras al cine y a las series televisivas las ha hecho melosas
y las ha descafeinado, por decirlo de algún modo; es decir, les ha arrebatado
lo que es en esencia su cualidad más grande: la mordacidad del retrato social.
No hay que creer que porque se han visto las adaptaciones ya se conoce la obra.
Lo que se ve en la pantalla es sólo la punta del iceberg. De ahí la importancia
de hacer nuevas ediciones de sus libros.
Respecto a su vida, existen pocos documentos que
pudieran ayudar a hacer una biografía realmente satisfactoria. Nació el 16 de
diciembre de 1775, un mes después de lo que se esperaba, en Steventon, Hampshire,
Inglaterra. Tuvo seis hermanos y una hermana. Nunca se casó. Éstas son las
cosas que aparecen en cualquier resumen biográfico. Pero una persona es mucho
más que esos escuetos datos y ahí es donde ya no podemos seguir adelante. Se
calcula que Jane Austen escribió alrededor de tres mil cartas, la mayoría
dirigidas a su hermana Cassandra; de ellas sobreviven sólo ciento sesenta, más
un libro de memorias y algunos apuntes sobre su vida que hicieron sus
familiares. Eso es todo el material que tendría para trabajar el biógrafo.
Parece ser que la causa de la pérdida del material fue la censura que ejerció
Cassandra. En efecto, esta hermana políticamente correcta, que nunca aprobó el
lenguaje mordaz de Jane, quemó la mayor parte de sus cartas y rompió en pedacitos
el resto, a fin de evitar que cayeran en manos de sus sobrinas: no quería que
leyeran esos comentarios sarcásticos sobre parientes y vecinos. Lo hizo –dijo–
para proteger la inocencia de sus sobrinas, para no darle mala imagen a su
hermana y, ultimadamente, porque no tenía idea del valor que esas cartas
tendrían para la posteridad. Además no fue la única que trató de trató de
ocultar la parte rebelde, traviesa y cáustica del carácter de Jane Austen.
Otros parientes harían cosas semejante después de ella. Los herederos de su
hermano, el almirante Francis Austen, destruyeron más cartas. Y luego, su
sobrino James Edward Austen-Leigh escribió una especie de biografía titulada Recuerdos sobre Jane Austen; un librito
bastante mediocre en donde el autor parecía interesado, más que nada, en
maquillar a su modo la vida de su genial tía.
En
efecto, Austen-Leigh describió a su “querida tía Jane” como una solterona
feliz, dedicada a las labores del hogar, que escribía sólo en su tiempo libre y
nunca ambicionó la fama. Entre él y otros miembros de la familia decidieron,
pensando en primer lugar en su propia imagen, qué tanto de la vida de la
escritora sería bueno revelar al público. Así, “limpiaron” todo lo que les
pareció incorrecto y, por supuesto, no dejaron ninguna referencia a las
relaciones amorosas de la tía Jane. Y ya que estaban en eso, aprovecharon para
enderezar penosos asuntos familiares. Por ejemplo, la familia siempre se
avergonzó del hermano minusválido, George Austen, y trató de ocultar su
existencia. Por eso, en el libro, James Edward aparece como el segundo hermano
y no como el tercero que en realidad era. Sesgado como lo fue, este documento
tuvo el acierto de atraer más lectores a la obra de nuestra escritora. Por otra
parte, quiérase o no, fue la única biografía de ella durante más de cien años.
Es
difícil saber si Jane Austen tuvo una niñez feliz. Lo que sí podemos decir, con
base en los escasos materiales disponibles, es que tuvo la infancia adecuada
para una niña que sería una gran escritora. Era hija de un ministro protestante
y de una muchacha de buena familia que sin duda vio con sus propios ojos gran
parte del mundo que ella recrearía en sus novelas. Los ingresos de la familia
eran modestos y el padre tenía que incrementarlos con cultivos domésticos y
ofreciendo sus servicios como tutor particular de niños varones. Esto determinó
que tuviera muchos libros en casa, para mayor beneficio ¿de quién creen?
Antes
del nacimiento de Jane, los Austen tuvieron siete hijos: James (el que escribió
la biografía), George (el minusválido que la familia trataba de negar), Edward,
quien se volvió rico y proporcionó a Jane la casita en Chawton donde ella
viviría hasta su muerte; Henry, Charles, Cassandra y Francis. Jane fue la menor
de todos.
Parece
ser que la vida en casa de la familia Austen tenía lugar en una atmósfera
intelectual y al mismo tiempo relajada, donde cada quien era libre de expresar
sus opiniones sobre cualquier asunto y éstas eran escuchadas y comentadas por
los demás. Era una ambiente tan estimulante, intelectualmente, que a menudo
había invitados y a mucha gente le gustaba ir ahí. Todo esto, más las
vacaciones que solían pasar en Londres, en contacto con las frivolidades de
moda de la vida urbana, sería la materia prima de la que saldrían Orgullo y prejuicio y las otras cinco
obras maestras.
El señor
Austen era ministro y maestro, dos profesiones que requieren excelentes
habilidades comunicativas. Él mismo les dio a sus ocho hijos la educación
necesaria y al parecer hizo un excelente trabajo. Aparte de lo que realizó
intencionalmente, siempre hubo en su casa libros de los temas más variados,
ejemplo de lectura constante y conversaciones estimulantes.
Jane
tenía ocho años cuando sus padres las enviaron a ella y a Cassandra a Oxford
para que continuaran su educación. Por desgracia, allá contrajeron el tifus,
enfermedad de la que Jane casi se muere, y tuvieron que volver a casa. Después
de un tiempo de convalescencia ingresaron a un internado no muy lejos donde les
daban clases de gramática, francés, costura, música, baile y probablemente
teatro. Tuvieron que dejarlo. Los ingresos de la familia no alcanzaban para
pagar la educación de tantos hijos y, como se acostumbraba en esa época, las
niñas fueron las sacrificadas. Después de todo, como Jane ironizaría en sus
novelas, la esperanza de una muchacha es casarse bien.
Las
hermanas regresaron a casa en 1786, cuando Jane tenía 11 años, y nunca volvió a
vivir lejos de su núcleo familiar. El resto de su cultura lo adquirió de los
libros que había en la biblioteca familiar y fue entonces cuando empezó a
escribir. Su padre, tal vez como un intento de compensación, la animaba y le
compraba plumas y papel caro. Así, para cuando llegó a los 12 años, la niña ya
tenía escritas tres obras de teatro y varios poemas y cuentos que hacían sentir
a su familia muy orgullosa de ella. A los 14 años escribió su primera novela,
una obra de carácter satírico titulada Amor
y amistad y una Historia de
Inglaterra en 34 páginas, ilustrada con acuarelas de su hermana. Los
comentarios de sus lectores la hicieron sentir tan bien que, antes de cumplir
15 años, ya había decidido que escribiría por dinero; es decir, sería una
escritora profesional.
En los
años siguientes, Jane Austen emprendió varios proyectos más largos y más complejos de novelas; unos
cristalizaron, otros no. En este período fue cuando escribió Lady Susan, novela epistolar que nunca
la dejaría satisfecha y por eso no quiso publicarla; salió al público sólo
póstumamente, en 1871. Por eso mismo,
Lady Susan es menos conocida y no suele incluirse en las ediciones de obras
completas. Es la más corta de sus novelas y es muy divertida. Con el estilo
exquisitamente irónico que caracteriza a la autora, pero quizá con más
mordacidad aún al combinarse con el desparpajo de la juventud, nos cuenta una
historia más de matrimonio por conveniencia: la de Lady Susan, una viuda
reciente que quiere matar dos pájaros de un tiro: pescarse un nuevo marido con
quien rehacer su vida y casar a su hija con un rico.
Durante
estos años, la vida de Jane Austen se vio dividida entre escribir y pasar
tiempo en sociedad: asistía a la iglesia regularmente y gustaba de organizar
veladas literarias en las cuales leía en voz alta lo que iba escribiendo. Tenía
muchos amigos, se llevaba bien con los vecinos y no se perdía ni un baile. En
su obra biográfica, su hermano Henry diría que le encantaba bailar y era
buenísima para hacerlo. Como es lógico, este estilo de vida propició algunos
romances superficiales, pero Jane no se los tomaba en serio y aun tenía humor
para hacer bromas sobre ellos en las cartas que le escribía a su hermana. Se
burlaba, por ejemplo, del mal gusto para vestir que tenían sus pretendientes e
ironizaba previendo el día en que se aburriría de ellos. En su vida, como en su
obra, disfrutó ejerciendo lo que sería su fortaleza más grande: esa
extraordinaria combinación de aguda inteligencia y cáustico sentido del humor.
Y así,
siguió escribiendo. En el año 1800, su
padre decidió que la familia se mudaría a la ciudad de Bath. A Jane no le gustaban
los cambios, y éste, en particular, le resultó difícil. Le costó mucho trabajo
alejarse del sitio que siempre había sentido como su hogar, y este golpe se
tradujo en una crisis de productividad. Perdió el entusiasmo por sus novelas en
proceso, algunas definitivamente la abandonó y cayó en un estado de depresión.
Aunque hay versiones encontradas sobre esto; otros expertos dicen que nunca
dejó de escribir y que la crisis le duró sólo unos meses. Como quiera que
fuera, su ritmo de producción disminuyó. En esa época fue cuando Cassandra
destruyó la mayor parte de sus cartas y también fue cuando Jane recibió la
única proposición de matrimonio que recibiría. Se trataba de un hombre con
mucho dinero, que habría asegurado una vida cómoda para ella y para toda su
familia; lo que se diría un buen partido. Así que ella, de momento, aceptó.
Luego pensó mejor las cosas: no se sentía en absoluto atraída hacia ese sujeto
que casi no hablaba y, cuando lo hacía, era en forma agresiva, sin tacto ni
sutileza, mucho menos sentido del humor, y además tartamudeaba. Así que, con
todo y lo que significaba la decisión, Jane Austen rompió el compromiso.
Su padre
murió en 1805, cuando ella tenía 30 años. Vino un período duro, sobre todo en
lo económico, que sólo se resolvió cuando Edward, el hermano rico, les dio a
ella, su hermana y su madre, la casa de Chawton donde vivirían hasta el final.
Esto fue en 1809. Para entonces ya habían perdido su gusto por las fiestas y la
vida social, y Jane se dedicaba a leer, a educar a sus sobrinas y a enseñarles
a leer y escribir a algunos chicos del pueblo. Fue en la época de Chawton
cuando publicó anónimamente su primera gran novela: Sentido y sensibilidad. Dos años después seguiría Orgullo y prejuicio, considerada por
muchos expertos como la obra maestra de Jane Austen. Mientras tanto, seguía
trabajando –reescribiendo, cortando, puliendo, corrigiendo– en otra novelas,
especialmente en La abadía de Northanger;
ésta la entusiasmaba mucho porque era una parodia de la novela gótica. Le fue
muy bien desde el principio. Sus libros recibieron buenas críticas, se
vendieron muy bien y se pusieron de moda (ya desde entonces) entre los jóvenes
de la aristocracia inglesa. Cuando salió Emma
se hizo ya una primera edición de dos mil ejemplares, en esa época en que
lo común eran los tirajes de quinientos. Total, que las ventas de estas novelas
le proporcionaron a su autora la independencia mental y financiera que
necesitaba. Lo único triste fue que, mientras estuvo viva, sus libros nunca
aparecieron firmados con su nombre. Los editores ponían en la portada: “Del
autor de Sentido y sensibilidad”, con
lo cual, deliberadamente, quedaba ambiguo el género de quien escribía, ya que,
en inglés, los sustantivos no tienen género y la palabra “author” puede referirse lo mismo a un hombre que a una mujer. Es
que en ese entonces se consideraba que el papel de las mujeres era como esposas
y madres, y eso de escribir novelas, en el mejor de los casos, se toleraba como
un pasatiempo secundario. Ni siquiera tenían derecho legal para firmar
contratos. Necesitaban que un representante masculino lo hiciera por ellas.
No
obstante, el éxito de Jane Austen creció rápidamente, de libro en libro y de
edición en edición, al grado de que el gran autor escocés, Sir Walter Scott,
celebró en ella, con declarada envidia, el “toque exquisito” con que la joven
Jane Austen sabía poner sus historias en palabras. Incluso el príncipe regente
se volvió su admirador. Se dice que en cada una de sus residencias tenía la
colección completa de las novelas de Jane Austen. Y en noviembre de 1815, se
hizo realidad el sueño de cualquier escritor común de la época: el príncipe
regente le pidió a su bibliotecario que invitara a Jane a visitarlo en su
mansión de Londres para que le dedicara su nuevo libro Emma. Y he dicho que esto era el sueño de cualquier escritor común.
Jane Austen no lo era. Nunca fue la clase de persona que corre al primer
silbido de los poderosos y se inclina ante ellos. El príncipe regente no le
caía bien porque era mujeriego y libertino. Sin embargo, no es posible
despreciar una invitación de esa naturaleza y al final debió ir. Eso sí, no
hizo del acontecimiento el alarde que cualquier otro hubiera hecho ni trató de
cultivar esa amistad. Emma y Mansfield Park fueron las últimas de sus
novelas que alcanzó a ver publicadas. El resto aparecerían póstumamente,
gracias a las gestiones de sus hermanos.
Ciertamente,
ya desde 1816, Jane Austen se sentía mal de salud, pero no quiso cuidarse. Una
serie de síntomas relacionados con la enfermedad de Addison y el linfoma de
Hodkin fueron minando su salud. Y aun enferma siguió escribiendo. Y siguió
burlándose de las ridiculeces de los seres humanos. Como siempre, ni ella misma
escapó a su mordacidad; en su obra póstuma Sanditon,
se burla de los que exageran sus padecimientos.
Jane
Austen murió el 18 de julio de 1817, a los 41 años de edad, y fue sepultada en
la catedral de Winchester, tal como correspondía a la hija de un ministro de la
Iglesia. Con todo y que su vida fue
corta, le alcanzó para ejercer en la literatura inglesa, y a final de cuentas
en la literatura mundial, una influencia que no tuvo ninguna otra mujer
novelista de su época y muy pocas de épocas posteriores.
Los 200
años de su fallecimiento se celebraron internacionalmente. En Inglaterra, su
país natal, se le organizaron homenajes, se develó una estatua de ella y se
imprimieron billetes conmemorativos de diez libras con su retrato.
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