Foto: Graciela Iturbide
Lo recuerdo
bien porque después de ese día nunca volví a tener problemas con las hojas:
viernes 6 de junio de 1997. Eran casi las diez de la noche cuando decidimos
pedir la cuenta y retirarnos del bar La Ópera. Los músicos habían terminado de
tocar su ronda de valses, y Jorge, el poeta under-chic
como lo había bautizado la genial Griselda Rosen, parecía saciado de carne a la
tártara. Nos sentíamos jóvenes, el ambiente era agradable y la conversación no
había decaído, pero por eso mismo sentimos la necesidad de cambiar de aires:
algo más estimulante. El pretexto fue la presencia entre nosotros de Gil, un
muchacho oaxaqueño cuya meta en la vida era llegar a ser escritor famoso. No es
necesario decir que el jovencito era ingenuo. Marcos lo había llevado a La
Ópera para que conociera a sus amigos escritores; es decir, a nosotros. Y Gil
nos miraba con reverencia y creía todo cuanto decíamos. Todavía no
cumplía veinte años. Se convirtió en una especie de mascota de los endurecidos
lobos que creíamos ser.
—¿Quieres ser escritor y nunca te has
ido de putas? —más que una pregunta, fue un reproche de Jorge, el under-chic.
—No, pero ya vivo con mi novia —se
disculpó Gil, entre tímido y orgulloso.
—No te estoy preguntando si ya coges,
güey. Una cosa es coger y otra es irse de putas. ¿A poco Marcos no te ha
enseñado? Buen maestro que escogiste.
—No. Es que no me interesa —el muchacho
parecía cada vez más turbado, pero aún tenía convicción—. No me llama la atención.
—¿Por qué? —le pregunté. Lo estábamos
acorralando entre todos, a ver si sacaba a relucir su moralina. Entiéndase: nos
sentíamos poetas malditos o, por lo menos, de los de la Revista Moderna, que eran malditos versión Tiny Toons.
—¿No sabes que ahí es donde tiene lugar
la iniciación poética?
—Es el encuentro con la cara oscura de
la Diosa Blanca.
—El rito de Orfeo por el que todo poeta
debe pasar.
—La Dama del Lago dándote las órdenes
de la caballería andante.
—Vamos a llevarlo con La Parca —dijo Gutiérrez,
que hasta entonces no había hablado.
—Pero primero que vaya entrando al
ambiente. Para calentar motores.
***
Después de las
diez de la noche, El Evento ofrecía su última variedad. Era un table dance en el sótano de un edificio
viejo en la calle de López, a una cuadra de la Alameda Central. Seguro muchos
de ustedes lo conocieron. Pues de La Ópera allá nos fuimos caminando. Estábamos
acostumbrados al lugar y ya no reparábamos mucho en las diferencias que tenía
con otros del mismo tipo. Dos grandes ventajas: una, como había pocos clientes
era fácil agarrar mesa junto a la pista y quedarse ahí un buen rato sin tomar
mucho y sin que los meseros estuvieran jodiendo con que si íbamos a querer algo
más; y dos, las chicas cobraban barato y no bailaban una sola canción, sino dos
o tres o hasta más por un solo boleto, dependiendo de qué tan bien les cayera
el cliente o qué tanto pudieran sacarle después. Eso sí, no había beldades ahí.
Todas eran del pueblo, no estudiantes metidas a ficheras como las de otros
antros.
Siguiendo el consejo de Juan Malavé, un
autor de novelas policíacas que esa vez no iba con nosotros, pedimos Bacardí
blanco: es tan corriente que no vale la pena adulterarlo. En el transcurso de
dos cubas, el inexperto Gil pasó de una actitud de asombro a un evidente estado
de lujuria. Nos dimos cuenta de que no sólo no se había acostado con una puta,
sino que ni siquiera había entrado a un lugar de ésos.
Me fijé en una mujer que se veía como
de cincuenta años pero muy conservada: sólo su cuello y sus manos delataban la
edad. Tenía unas piernas bien esculpidas que veinte o treinta años atrás
debieron de ser perfectas, nalgas de buena bailadora y cinturita de avispa;
sólo las tetas se le veían medio jodidas. Quién sabe cuántas friegas se habrían
llevado en ese oficio. Lucía un minivestido de lycra roja y calzones blancos
que de vez en cuando asomaban contrastando llamativamente con el vestido. Pero
lo más atractivo de ella era su cara: la cara de la lujuria, del vicio; hasta
sonreía de lado y se dejaba el cigarro colgando entre los labios pintados, como
las mujeres caídas de las viejas películas mexicanas. Era Lupita Tovar en Santa, pero todavía mejor para ese
papel, con todo y su edad. Remataba su atuendo una corona de hojas secas.
Le pedí que se sentara conmigo, viendo
que mis amigos ya estaban bien acompañados. Les invitamos copas. Les echamos el
cuento de que estábamos celebrando el cumpleaños número dieciocho de Gil y por
eso habíamos ido ahí: para apadrinarlo en su debut como hombre. Quién sabe si
nos creyeron o no, pero una de ellas, la más joven, le brindó al oaxaqueño su
participación en el show. Y se esmeró en la bailada. Se quitó la ropa despacio
y con mucha sensualidad y, cuando quedó ya sólo con las zapatillas de plástico
transparente, se pegó a nuestra mesa y se puso a mostrar sus encantos en todas
las posiciones: en cuclillas y con las piernas abiertas, de espaldas y agachada
hasta que sus cabellos barrían la pista, trepada en el tubo, rodando en el piso
como gata en celo...
Íbamos a empezar a comprar boletos para
los bailes privados, pero entonces mi cincuentona del vestido rojo me preguntó
qué planes teníamos para el estreno de Gil. Le dije, mientiendo quién sabe por
qué, que pensábamos buscar una chica en Sullivan o en Insurgentes.
—Yo sé de una casa —dijo— donde los van
a atender como reyes —y como vio que yo ponía cara de interesado, continuó—:
Está en la colonia Roma.
Lo cierto es que su sugerencia no me
despertó la menor curiosidad. Yo quería seguir ahí, con ella. Me encantaba su
corona. Eran hojas secas de verdad, algunas hasta tierra tenían todavía y olían
a bosque húmedo. Y es que creí ver en eso un mensaje del destino porque, justo
en esos días, yo tenía en mi casa una plaga de hojas secas. No sé de dónde
venían porque yo nunca abría las ventanas (daban a un oscuro y claustrofóbico
mini patio: para qué abrirlas). Y para hacerlo más inexplicable, estábamos a
principios de junio y ninguno de los árboles de la ciudad había perdido su
verdor. Sin embargo aparecían todos los días, en todas las habitaciones,
cubriendo los pisos. Yo las barría por la tarde, al llegar de la editorial
donde trabajaba, y en la mañana ya andaban ahí otra vez, rodando, arrastradas
por el viento de las casas deprimidas.
La muchacha del show ya había terminado
y se hallaba sentada en las piernas de Gil. Como él ya le estaba proponiendo redimirla de esa
vida, mejor pedimos la cuenta y sacamos de ahí a nuestra mascota. Les dije del
burdel en la colonia Roma donde nos tratarían como reyes.
***
El taxi hizo escala
en un cajero automático, de donde todos menos Gil sacamos dinero, y luego nos
dejó ante una casa cubierta de hiedras cerca de la calle de Tonalá. Una puerta
grande, de madera labrada y en excelente estado, nos hizo presentir que los
manjares del lugar no serían baratos. Seguramente, pensé, Santa (mi Santa de la
corona de hojas secas) trabajó aquí en sus buenos tiempos y cuando envejeció ya
no la dejaron seguir. ¿Dónde estaría Hipólito? No le dije nada a nadie, pero
comencé a sentirme insatisfecho. Se me ocurrió que mejor me hubiera quedado en
El Evento; le hubiera dicho a mi Santa cincuentona que lo que me iba a gastar
en esta casa fifí mejor me lo gastaba con ella. Pero los otros sí estaban
animados. También les había gustado la idea de cambiar la decadencia de La
Parca por algo mejor y esto parecía cumplir muy bien con el propósito. Podía
satisfacer el under-hedonismo del under-chic.
Un portero mal encarado, que sostenía
de la correa un peor encarado rott-weiler,
nos hizo atravesar un jardín bien cuidado, lleno de flores perfumadas y con una
fuente blanca con luces azules en el centro. Nos llevó a una sala art nouveau y ahí nos dejó con la
promesa de que nos atenderían en seguida. Efectivamente, instantes después
llegó una mujer como de cuarenta años, sin aspecto de madame de película; lejos de eso, tenía una cara dulce de tía
solterona que hornea galletas para sus sobrinos. Nos preguntó si queríamos
tomar alguna copa, cortesía de la casa. Como ya se nos estaban bajando las
cubas y no nos sentíamos cómodos, pedimos otra vez ron, sólo que ahora nos dio
pena decir la palabra Bacardí. La madrota, edecán, manager o lo que fuera nos
dio a escoger entre varias marcas. Jorge, Marcos y yo pedimos Appleton Dorado,
Gutiérrez pidió Don Q y Gil un Solera (el Bacardí no tan barato que acostumbrábamos los oficinistas de entonces).
—Enseguida vienen las copas y las
chicas —dijo la mujer, con el acento de alguien que ha vivido mucho tiempo en
el extranjero o desea dar esa impresión. A punto de desaparecer por la puerta,
se dio la vuelta y nos preguntó si era la primera vez que íbamos y si sabíamos
cuánto costaban los servicios. Como negáramos, nos dijo una cantidad: era
considerablemente más de lo que esperábamos, pero no quisimos pasar la
vergüenza de apurar las copas y retirarnos.
Resultó que, en cuanto a belleza, las
muchachas valían el precio: todas jovencitas con aspecto de hijas de familia.
Ni siquiera bajaron en lencería como en otros lugares. Traían ropa de calle, de
la que podrían usar perfectamente para ir a sus clases en una universidad
privada. Lo único que se les veía, y eso
no a todas, era un poquito del elástico
de los calzones, que los jeans no alcanzaban a cubrir. No, me dije al ver todo
ese encanto, no creo que Santa haya trabajado aquí. Ella estaría muy buena,
pero seguramente nunca se vio fresa. Y éstas sí. Se presentaron por sus nombres
y nos dijeron que escogiéramos con calma, mientras nos terminábamos la copa.
Todos mis amigos se fueron con alguien,
menos yo. Yo no quería acabarme mi sueldo pagando esas muchachas tan caras. Y
tampoco tenía ya interés. Mi mente estaba llena de hojas secas.
Le pedí a la madame otra cuba de Appleton y me quedé en la sala, hojeando una
revista de manualidades para señoras, mientras los poetas malditos resolvían
sus asuntos.
***
Un par de horas
después, ya en la calle, dimos la juerga por terminada y nos despedimos. Cada
quien tomó su camino. Se sentía en el aire ese olor profundo de las madrugadas
en la Ciudad de México, que parece venir del pasado, de los canales de
Tenochtitlán. Volví a pensar en Santa. Ni siquiera le había preguntado su
nombre y lo peor era que en El Evento había mujeres que iban una vez o dos y
luego no volvía uno a verlas. Me acordé de una ocasión, en Mérida, cuando a un amigo entrañable lo dejó impresionado una muchacha que
conoció en un cabaret. Me dijo: "¿Has visto cómo queda una jerga de
cantina después de limpiar meados y vómitos de borrachos? Pues así me dejó por
dentro esa mujer". Y así me había dejado a mí la cincuentona: Santa.
“Santita”, como le decía Hipólito.
Estaba por amanecer cuando volví a El
Evento. Aún no cerraban, pero ya habían apagado las luces de la calle y ya no
había cadeneros cuidando la entrada. Bajé al sótano por la escalera en
penumbra, sin que nadie me lo impidiera.
Todo estaba en silencio: ya no había ni
música ni clientes ni meseros ni más chicas que Santa. En efecto, ella era la
única presencia allí. No se veía muy sobria. O tal vez sólo era que ya estaba
cansada de los tacones altos y por eso se movía con torpeza entre las mesas.
Estaba barriendo. Acercándome más a ella, vi que tenía el maquillaje todo
corrido: el rimmel hasta en la nariz y el labial embarrado. Pero su corona de
hojas secas lucía en perfecto estado, brillando en la penumbra como si le
hubiera caído encima polvo de mariposas.
—Ayúdame —me dijo, y me dio otra escoba
que estaba por ahí y una bolsa negra de plástico.
Sólo entonces me di cuenta de que el
piso del tugurio estaba cubierto de hojas secas.
Obedecí. Me puse a barrer y vaya que me
costó trabajo. Es que en algunas partes no era posible barrer la hojarasca
porque el suelo estaba pegajoso con las bebidas derramadas por los borrachos
durante la noche. Apestaba a ron, a cerveza agria, a ceniza de cigarrillos.
Varias veces tuve que agacharme y desprender las hojas con los dedos, en pedacitos.
Hasta el baño, tan asqueroso, dejé limpio. Di por terminado mi trabajo sólo
cuando Santa me dijo:
—Ya vámonos —y me tomó del brazo como
las mujeres de antes tomaban a los hombres de quienes se sentían orgullosas.
A la luz de la mañana, tan insolente, las
arrugas y los arañazos de la vida se le notaban mucho más. No me importó. Nos
detuvimos a desayunar tortas de tamal y atole de arroz en un puesto tempranero
y luego seguimos hacia mi casa, en la calle Belisario Domínguez.
Me hizo feliz que Santa no criticara
nada, que no dijera nada del desorden de mi vivienda ni del olor a aire
encerrado ni de la humedad que había llenado de roña las paredes. Me tomó de la
mano y me llevó a la recámara como si ya conociera el lugar y sus rincones.
—Ponte cómodo, mi amor —me dijo,
mientras encendía un cigarrillo y sacaba de su bolso dos condones, un tubo de
lubricante K-Y y una botella de algo que parecía aceite para bebé pero era
verde como el absinto. Dispuso todo eso en el buró. Luego me preguntó si
empezaba a desnudarse o si yo prefería quitarle la ropa. Le dije que lo hiciera
ella así como estaba, de pie, para poder verla por todos lados.
Todavía fumando, se quitó la ropa
despacio, con estilo, aunque creo que le dio un poco de asco pisar mi alfombra
vieja con los pies descalzos. Sólo la corona se dejó puesta. Sus pechos ya no
eran jóvenes ni firmes y tenían los pezones un poco hundidos, pero irradiaban
la belleza de una larga experiencia. En su vientre, en un alfabeto que debía
leerse con los dedos como el braille, las estrías contaban las historias de
todos los hombres que la habían amado.
Se subió a la cama, me metió entre los
labios lo que quedaba de su cigarro y comenzó a darme masaje con su aceite
verde en los hombros, luego en la espalda. Se bajó a mis nalgas, me abrió las
piernas y metió la mano entre ellas. Sus dedos ahí se volvieron morosos y
expertos. De tiempo en tiempo, me daba un rozón en la espalda con sus pezones,
que se sentían frescos y suaves. Me dijo: “Voltéate”. Ya boca arriba, tuve las
manos libres para acariciarla yo también. Ella continuó con el masaje,
pintándome todo de verde sin que yo me diera cuenta. Quería que me quedara dormido. Y me quedé
dormido recordando una trapecista muy bella que vi en el circo hacía muchos
años.
Cuando desperté, Santa ya no estaba por
ninguna parte. Tampoco estaban las hojas secas. No volví a tener hojas secas en
mi vivienda.
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