Al nacer varón, la sociedad
me asignó un cuadrito para moverme dentro de él, diferente al asignado a las
niñas. Ser primogénito significó otro cuadrito que, sin darme cuenta,
determinaría mucho de lo que se esperaba de mí. Luego vinieron otros cuadritos:
ser de una familia tal, vivir en un barrio tal de una ciudad tal. Y con estas
asignaciones vinieron las líneas rojas y las expectativas por las que se me
hacía responsable: ¿por qué tenía que aguantarme las ganas de llorar sólo por
ser hombre? ¿Por qué no podía jugar con una muñeca y en cambio debían gustarme
los balones? (Nunca me gustaron, hasta la fecha no me gustan, nunca van a
gustarme), ¿Por qué no podía salir descalzo a la calle o limpiarme los mocos
con la mano, como sí les estaba permitido a otros niños?
Al crecer y empezar a creerme listo, caí en la trampa: sacarle partido al
sistema de ventajas de cada cuadrito, porque ser un alumno aplicado es
diferente que ser un burro, ¿no es así? El encierro es ligeramente menos
estrecho, aunque el discurso oficial de la sociedad diga que es mucho menos
estrecho. No me daba cuenta de que todo era lo mismo: no importa cuántas veces
cambies de cuadrito, siempre estarás en uno. Jamás en un círculo ni en un
rombo.
Viviendo en el extranjero durante muchos años, me ha parecido esto más y más
asfixiante y más y más perverso. ¿Por qué tengo que bailar salsa sólo porque
soy latinoamericano? ¿Por qué el ser mexicano me obliga a ser alegre y bebedor?
Un día, un policía de un país europeo me contó una anécdota: llamaron de un
centro comercial para que fueran a arrestar a dos adolescentes que habían sido
sorprendidos robando. Los oficiales acudieron y subieron a la patrulla a los
dos chicos. Uno de ellos era de una minoría étnica; el otro era blanco. En el
camino, el policía que iba en el asiento del copiloto se puso a sermonear al
niño blanco: “¿Por qué robas?, ¿qué educación te han dado tus padres?, ¿No te
da miedo ir a la cárcel?” y así durante una hora, hasta que se cansaron de dar
vueltas y dejaron libres a los dos ladrones. El castigo para el niño blanco fue
ser interrogado y sermoneado; el del otro chico, ninguno. A él ni siquiera lo
miraron. ¿Por qué? Porque era de una minoría. Para qué perder el tiempo con él;
de todas maneras —me explicó el policía— iba a acabar mal. Cuestión de
cuadritos, ¿verdad?
Pues de eso quiero yo hablar cuando escribo para jóvenes:
del derecho de todos a romper cuadritos. De la necesidad de hacerlo. Quería
mostrar que lo que más perturba a la sociedad respecto a los lobos con piel de
oveja no es lo peligroso del lobo (¿qué puede hacer un pobre lobo solitario
contra el gigantesco rebaño y sus perros pastores?). No, no es eso: no es el
peligro. Una vaca con piel de oveja produciría el mismo grado de angustia
social. ¿Por qué? Porque se está moviendo en un cuadrito que no le toca. Hay
que matarla o aislarla a como dé lugar, por el bien de “nuestros valores”.
La vaca (o el lobo para el caso) tiene una posibilidad de salir bien librada:
aprender a balar, no volver jamás a mugir y olvidarse de que es vaca.
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