En lo alto de
una colina cubierta de pinos hay una iglesia de piedra rosa. Se dice que el
peregrino que entra ahí ya nunca sale.
Aunque se halla en la cima, no se ve
desde abajo porque la tapa el bosque. El camino que asciende es difícil de
encontrar. Es una vereda serpenteante que —dicen— aparece y desaparece. Quienes
suben, saben que están por llegar cuando se empieza a sentir frío y flota en el
aire una fragancia de romero.
No son los cansados de la vida quienes
llegan buscando la iglesia de piedra rosa; son los que tienen anhelo de otro
mundo. Casi todos llegan solos, pero a algunos los acompaña un pariente: sus
padres, su esposo o su esposa o algún hijo. Se les ve despedirse al inicio del
camino, si les es dado que lo encuentren, porque no está permitido que suban
acompañantes. Así que el que ya no ha de regresar continúa solo. O casi solo,
pues dicen que a partir de ahí lo guía un ángel.
Por algún motivo, quizá porque son
inocentes, a los niños sí se les permite subir y bajar, aunque no entrar a la
iglesia de piedra rosa. Y algunos van por curiosidad, en pequeños grupos para
cuidarse unos a otros. Desde la orilla del bosque, observan con supersticioso
respeto cómo las puertas se abren para recibir al peregrino y se cierran cuando
él ha entrado. Hay mucha luz adentro —dicen esos niños—: una luz como de
muchísimas velas. Y es de ahí de donde sale el olor a romero.
Nunca han visto salir a nadie.
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