Sentado en un sofá destripado, Orlando dejó que su
mirada flotara libremente en la penumbra de esa bodega de cosas viejas, yendo
de las repisas con libros y libretas escolares al excusado convertido en maceta
para helechos, y del pesado televisor de bulbos al altero de cajas que
contenían quién sabe qué. Inopinadamente llamó su atención un objeto que se
hallaba recargado en la pared, detrás de un montón de discos LP.
—¿Puedo
ver ese cuadro? —le preguntó a Damiana, quien estaba en el otro extremo del
sofá acariciando a su gata y distraída en sus propios pensamientos.
—Si
puedes preguntarme eso es porque lo estás viendo, ¿no? —le respondió ella, con
su implacable lógica de siempre.
—Perdón,
quise decir: ¿Puedo examinarlo?
—Estoy
cavilando sobre el futuro del planeta y me interrumpes para preguntarme esa
idiotez. Examina lo que quieras.
Aun
antes de que terminara la frase, el chico ya se había levantado del sofá. Hizo
a un lado los discos, despertando una nube de polvo que brilló en la penumbra
como si hubiera sido de oro. Levantó el cuadro, lo sacudió con cuidado y se lo
llevó para mirarlo al haz de luz que más o menos lograba entrar por un
ventanuco. Era un óleo sobre tela, sin marco, que mostraba a dos muchachas: una
sentada en una silla y la otra de pie detrás de ella, peinándola. Orlando lo
contempló largamente y al final preguntó:
—Dam,
¿cómo llegó este cuadro aquí?
Ella
levantó la vista de la gata.
—A
verlo. ¿Qué cuadro es?
Orlando
se lo enseñó desde donde estaba.
—Ah
—dijo ella como si no tuviera importancia—. Mi padre se lo ganó a un borracho
en una partida de ajedrez.
—¿Y no
sabes que puede valer mucho?
—¿Crees?
—Damiana se levantó por fin del sofá.
—Estoy
casi seguro.
—¿Cómo
de cuánto estamos hablando?
—No sé.
Mucho.
—Pero,
¿como cuánto es “mucho”, Orly de frambuesa?
—Bueno,
no tanto como un Matisse o un Van Gogh, pero creo que con lo que te pagaran por
él podrías dejar de delinquir unos meses.
—¿Estás
seguro?
—Seguro
seguro, no. No soy experto. Pero podríamos preguntar.
Damiana
se quedó pensando. Tenía a Orly por un chico inteligente y no se tomaba a broma
nada que él dijera en serio.
—¿Tú
conoces a alguien que pudiera decirnos? —le preguntó.
—No.
Pero podríamos llevarlo a una galería.
—¿Para
que me estafen? ¡No, gracias! —reclamó ella, casi ofendida.
Orlando
ya estaba acostumbrado a la peculiar lógica de sus reacciones y sonrió:
—Perdón,
Dam, pero si tanto lo valoras, ¿por qué lo tenías ahí arrumbado?
—No
estaba “arrumbado”. Aquí todo tiene su lugar.
—Bueno
—sonrió el chico una vez más—, voy a ver si en internet averiguo cuanto puede
valer —sacó su celular y le tomó una foto al cuadro—. Ya me voy.
—¿Ya te
vas, Orly de pistache?
—Sip.
—Está
bien.
Ella lo
dejó ir, cerró la puerta y volvió a su sofá para pensar.
Toda su
vida la había pasado ahí. Esa bodega era la parte trasera de su casa, y su
padre se la había dado a ella, junto con todo lo que contenía, que eran los
recuerdos de la familia. Así veía el señor todo eso que para la gente normal
era basura. “Son recuerdos”, decía, y no permitía que se tirara nada. Por eso
nunca se le ocurrió a ella que entre todos esos triques pudiera haber algo
valioso. ¿Sería verdad lo que decía Orly? ¿Y si era una broma nada más?
Damiana
no pudo quitarse el cuadro de la mente. Volvió a examinarlo quién sabe cuántas
veces, como si tratara de descifrar un texto en un idioma arcaico. Y en la
noche tuvo pesadillas con él. Soñó que ella era una de las chicas del cuadro:
la que estaba de pie. La otra, la que hallaba sentada, empezaba a regañarla sin
darle la cara: “¡Me estás jalando, estúpida!” Era una voz cargada de ira, de
odio. “¡No sirves para nada!” Y Damiana no contestaba; se dejaba humillar y
simplemente seguía con su tarea en silencio. De pronto la otra chica se volvía
hacia ella. Entre la enmarañada cabellera negra, Damiana veía una cara
horrible, una cara de bruja mala. Una bruja que tenía los rasgos de Emanita.
Pero Emanita estaba muerta; había muerto en un accidente. ¿Por qué la soñaba
ahora?
Cuando
despertó, en la oscuridad de la madrugada, tenía miedo. Encendió la luz y fue a
la bodega a buscar el cuadro. Estaba ahí, en su lugar, recargado contra la
pared: una criatura viva, hostil, un monstruo enano que en cualquier momento
saltaría sobre ella.
Damiana
trató de reírse de sí misma y del cuadro. Y con la risa, más o menos, exorcisó
su miedo. O mejor dicho, lo transformó en una extraña variedad de ojeriza.
Volvió
tranquila a su recámara y pudo conciliar el sueño.
A la
mañana siguiente, lo primero que hizo fue llamar a Orlando:
—¿Averiguaste
algo de mi cuadro?
—Estuve
buscando —le contestó él, con voz de que acababa de despertar—, pero no
encontré nada.
Damiana
reaccionó como si ésa hubiera sido la respuesta que deseaba oír:
—¿Entonces
no tiene ningún valor?
—Hay que
llevarlo con algún experto.
—Si no
está en internet es que no vale gran cosa.
—No,
oye. No fue eso lo que quise decir.
—Es
suficiente. Gracias —Damiana no esperó a oír más. Fue a la bodega en busca del
cuadro.
Conociéndola,
Orlando se apresuró a regresar con ella. Pero tuvo muchas cosas qué hacer:
desayunar, ir a la escuela, comer, discutir con su madre un asunto doméstico...
cuando por fin llegó a la bodega, ya en la tarde, se encontró con que tenía que
ir a sacar el cuadro del bote de la basura. Pero aún así no pudo salvarlo:
Damiana había cortado la tela en varios pedazos con una navaja.
#LaSedDeLaMariposa, #AgustínCadena
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