martes, marzo 16, 2010

La espiral y la trenza


Al momento de realizar estos apuntes, el Ulises acaba de cumplir ochenta y ocho años. Joyce mostró el original a sus amigos el día de su cumpleaños número cuarenta, el 2 de febrero de 1922. Se había llevado diez años en escribirlo, dijo, pero para leerlo se necesitarían setenta. El plazo se ha cumplido y las diferentes lecturas de la obra, puestas una sobre otra, arrojan un saldo de varios miles de páginas. Ante la imposibilidad de una lectura individual con carácter de suficiente, la historia literaria ha recurrido a interpretaciones acumulativas, construidas piramidalmente cada una sobre la base de las otras. Sólo así ha sido más o menos posible dar cuenta de los capitales de la obra joyceana. El expediente crítico que nos permite desmontarla con relativa precisión, tras los setenta años de indagaciones calculados por el autor, reúne textos de T.S. Eliot, Ezra Pound, Stuart Gilbert, Don Gifford, Robert J. Seidman, Harry Levin, Dorrit Cohn y Salvador Elizondo, entre otros muchos. Cada quien ha comentado aspectos diferentes, cuestiones de procedimiento, ciertos capítulos. Ulises es una de esas obras especialmente interpretables, como El Proceso o La muerte en Venecia, que tanto incomodaban a Susan Sontag; una obra para que los exégetas siempre tengan algo que vender. Como quiera que sea, se ha acumulado tanto material en estos casi noventa años que pronto se necesitarán otros tantos para leerlo; Ulises ha quedado en el centro del laberinto de sus propias radiaciones. A Joyce le habría gustado saber esto porque le gustaban los laberintos. De hecho, el capítulo en el que se centran estos apuntes, “Las rocas errantes”, utiliza una técnica “laberíntica”. Sabiendo, pues, que todo nuevo trabajo complace al espíritu del finado, agrego sin remordimientos otra hebra a la madeja de lo escrito.

Comenzaré por recordar algunos lugares comunes que se refieren a la dimensión humana del Ulises. Sus personajes se presentan como seres solitarios cuyo drama consiste en no tener dramas aparentes, cuyo heroísmo radica en la supervivencia de una íntima vocación mítica —secreta hasta para ellos mismos— en un mundo que ya no acepta héroes. Su lectura entre líneas revela la existencia de profundidades insondables en la vida, de dimensiones superpuestas, sospechadas. La obra totalizadora, la lección monumental de arte narrativo no es más que una coartada para mostrar esto. Por eso, por más intelectual o metafísica que parezca una secuencia, la estatura humana, terrena, de los personajes no disminuye. James Joyce era una indagador de la condición humana; su obra no es simplemente una desacralización de los fetiches burgueses, sino una defensa de la dimensión mítica de la vida cotidiana y de la dimensión cotidiana de la vida mítica. No se debe olvidar esto.

Hecha la advertencia, paso a otro punto. “Las rocas errantes”, décimo capítulo de Ulises, se encuentra a la mitad de la novela y es un modelo en miniatura de la misma. Relata, a través de una curiosa variedad de montaje, el recorrido por Dublín de la cabalgata virreinal, junto con incidentes ocurridos a algunos personajes que a veces también se hallan en tránsito. Son dieciocho episodios, cada uno dedicado a uno o dos personajes principales, con interpolaciones que los conectan entre sí. Al final hay una coda que funciona como rèprise de todo el capítulo y de la novela en general.

Las rocas errantes, recuerda Stuart Gilbert, aparecen en la Odisea cuando Circe le advierte a Ulises de los peligros que lo aguardan. Son rocas que se mueven en el mar chocando entre sí, de modo que cualquier cosa que intente pasar entre ellas, hasta la paloma de Zeus, cae triturada por una mandíbula gigante. El aspecto mecánico de esta leyenda es lo que la une con el capítulo de Ulises que estamos estudiando.

La mecánica, dice cualquier enciclopedia, es la ciencia que trata de los efectos de las fuerzas sobre cuerpos en estado de reposo o movimiento. Los personajes de “Las rocas errantes” se dividen en móviles y fijos, los que van hacia algún lado y los que están en algún lado. Si nuestra primera aproximación a la obra es a través de la mecánica, tendremos que vérnoslas con los efectos de las fuerzas sobre estos personajes, y efecto significa influencia sensible, perceptible.

El movimiento de un cuerpo, dice otra vez cualquier manual científico, no es una propiedad intrínseca, sino una condición relacionada con su posición respecto a otros cuerpos. En “Las rocas errantes” percibimos que los cuerpos “se mueven” sólo gracias a que cambian de posición respecto a otros personajes y a ciertas calles, edificios y demás puntos de referencia. La representación del movimiento requiere el despliegue de una dimensión espacial, la instalación de una decorado que la signifique y luego la ubicación en él de elementos fijos; los cambios de posición de otros elementos con respecto a éstos serán los responsables por la ilusión de movimiento. Lograr esto no es una innovación de Joyce; de hecho ni siquiera es privativa de los procedimientos realistas. Hasta el arte más primitivo puede decir “El arquero dispara su flecha y acierta en mitad del blanco”. La ilusión de movimiento es efectiva gracias a la ecuación que permiten los contratos de inteligibilidad propuestos desde las bases mismas del lenguaje. Me explico: los sustantivos “arquero” y “blanco” son suficientes para proporcionar un decorado. Al ponerlos en contacto, el narrador significa el espacio que los separa. Si aceptamos que tanto arquero como blanco son elementos fijos, será el cambio de posición de la flecha con respecto a uno y otro lo que nos dé la ilusión de movimiento.

A primera vista, entonces, no hay mayor misterio en la representación joyceana de lo móvil; se realiza por medio de verbos dinámicos que implican objetos fijos y móviles y dirección: “The superior, the very reverend John Conmee S.J. reset his smooth watch in his interior pocket as he came down the presbitery steps” (JOYCE, pág.216). Los procedimientos de significación del espacio son tradicionales. Joyce ha trazado su sistema de relaciones espaciales sobre un modelo ya existente en la realidad extratextual: las calles y puntos de referencia cartográficamente verificables de la ciudad de Dublín. Con ellos sus esquemas de movimiento son también verificables y hasta mensurables según los valores mecánicos de tiempo o velocidad. Así la dimensión metafísica del capítulo (que por ser un microcosmos de la novela en general irradia a toda ésta) se ve apoyada en una ilusión de acatamiento a la realidad física (mímesis) tanto más fuerte cuanto más alto es el valor referencial de los procedimientos en juego.

El principal entre ellos es el que Luz Aurora Pimentel estudia en su libro El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos bajo el subtítulo “El nombre propio: referente extratextual”.

El nombre de una ciudad —dice Pimentel ampliando lo expresado por Barthes—, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica al que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados. De este modo la ciudad de Londres, por ejemplo, en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido instaurado por otros discursos: desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de descripciones detalladas de la ciudad (PIMENTEL, pág.41).

Lo mismo sucede con el Dublín de Joyce: el nombre propio ha fijado a tal grado una realidad visualizable, gracias a los diferentes discursos que atestiguan por él, que su sola mención en un nuevo discurso basta para montar instantáneamente un decorado (algo que valdría la pena comentar de pasada es el fenómeno de la intratextualidad joyceana: la mayoría de los discursos que avalan la realidad del Dublín de “Las rocas errantes” procede del propio Joyce, desde Dublineses. De hecho, el grado de referencialidad de este mundo ficcional es tan alto que el discurso joyceano actualmente sostiene a otros con más reputación de verdaderos que el literario, como el fotográfico y el turístico).

Obsérvese lo infalible de la coartada joyceana: una ciudad con calles y puntos de referencia que coincidimos en aceptar como reales, una ubicación temporal precisa —entre 3 y 4 de la tarde—, una constelación de objetos que hace mucho ingresaron de manera verificable a la realidad: personajes históricos, tiendas comerciales, canciones y chistes, noticias de la época... y una serie de personajes dotados de suficientes “detalles concretos” que los autentifican como reales (BARTHES, pp. 15-16).

Desconfiemos del realismo de Joyce. Dublín no le importa tanto como parece, no en el sentido en que Londres le importaba a Dickens o San Petersburgo a Dostoiewsky. De hecho no le importa. El espacio en “Las rocas errantes” no está ahí significado para aludir a Dublín sino para aludir a sí mismo; es autorreferencial, una mera construcción geométrica. La ciudad es, por así decirlo, la escala que permite apreciar las líneas trazadas no en términos de metros o centímetros sino de calles y puntos de referencia. Detrás de la pantalla realista, la proyección del espacio no es icónica: los nombres propios y los deícticos no crean la ilusión de un espacio diegético sino la construcción lógico-geométrica de un espacio relativo, einsteniano. Explico esto. En la primera secuencia, el padre Conmee se mueve de norte a noreste. En el camino se encuentra al funerario Corny Kelleher, que es un punto fijo, y luego a una pareja de jóvenes que se estaban acariciando y que funcionan como indicador temporal. A esta trayectoria se superpone otra, analéptica, en la que el sacerdote se recuerda moviéndose en otra dirección. Y un par de interpolaciones nos indican que, mientras él se encontraba en el punto X, los personajes A y B iban en los puntos M y N de sus respectivas trayectorias. Luego, en otras secuencias, el movimiento real, diegético que se sigue es el del personaje A o el del B, mientras el Padre Conmee continúa su tránsito en el nivel de interpolación de la diégesis, revelando en qué punto se encuentra cuando B ya va en el punto O de su camino.

Hasta aquí ya es suficientemente complicado. El capítulo empieza a configurarse como un sistema mecánico donde las secuencias funcionarían como engranes y las interpolaciones como los ejes que las unen. Cada personaje se relaciona como engrane con unos personajes y como eje con otros. Pero existen también personajes fijos, que no se mueven pero que ayudan a percibir sincrónicamente el funcionamiento de otros que nunca se relacionan de manera directa. Por ejemplo, en la secuencia 1, el padre Conmee sorprende a una pareja de enamorados que se están acariciando; la muchacha se separa del galán y se desprende de la falda una ramita que se le ha quedado pegada. El radio de movimiento de la muchacha se reduce a esto; es decir, es un punto relativamente fijo, así como otros son relativamente móviles. En la secuencia 8 la misma muchacha se está desprendiendo la misma rama, por lo que de una manera implícita, que ya no depende de su actualidad diegética, el padre Conmee acaba de descubrirla. Ahora bien, la muchacha aparece como interpolación en la secuencia número 8, donde nada importante acontece ni siquiera en términos de movimiento: Ned Lambert y J.J. O’Molloy platican de historia en la Abadía Mariana. La secuencia es una especie de pieza fija que sin embargo permite que dos pequeñas varillas coincidan en ella para unir engranes independientes; es una secuencia puente. Así, antes de la interpolación de la muchacha está otra donde captamos al hermano de Parnell justo en el momento en que se inclina sobre un tablero de ajedrez. Luego, en la secuencia 16, vemos que Haines y Mulligan captan a este personaje en el mismo instante que nosotros mientras se toman una mèlange. Y aquí el sistema de ejes y engranes se torna una maraña verdaderamente laberíntica, de la que no parece fácil salir. Hay que tomar los diferentes caminos de uno en uno, y eso significa intentar cada vez diferentes puntos de partida, diferentes combinaciones. No importa. Se puede seguir así hasta el final, hasta saber con precisión quién se movió junto con quién, quién antes que quién, dónde estaba cada uno en un momento dado. Pero eso no puede ser todo el premio, debe haber algo más.

Los laberintos sirven para proteger algo, esconden siempre un secreto ante el cual la salida tiene un valor secundario. Quien penetra en ellos no busca la salida sino el centro, que es el sitio del enigma, el lugar de la iniciación. ¿Pero cuál es el centro de este laberinto? ¿No se hallará, como especulaba Borges, en el laberinto entero, que es el centro de un laberinto más grande, a su vez el centro de otro? Todo artífice constructor de laberintos es un cuestionador de hábitos racionales, un defraudador profesional de expectativas lógicas. Teniendo eso en cuenta, sería demasiado pueril o demasiado presuntuoso por parte de Joyce esconder el secreto del laberinto en la solución de un puzzle. Y buscarlo ahí sería ingenuo de parte nuestra, sobre todo cuando el capítulo está lleno de señales que nos advierten del peligro de espejismos, como el póster de Mr. Eugene Stratton o la ventana del dentista Bloom. Boody Dedalus y el joven Dignam son víctimas de percepciones erróneas.

Por nuestra parte, hemos caído en la misma trampa que los marineros de la leyenda: nos dejamos engañar por la apariencia de movimiento de las rocas “errantes”. Dice Stuart Gilbert:

La explicación más probable de esta leyenda es que el “errar” o chocar de las rocas era una ilusión óptica. A los ojos de aquellos marineros, apartados de su curso por una corriente rápida aunque imperceptible, estas rocas, al proyectarse sobre la superficie del mar, debieron dar la apariencia de que cambiaban de posición todo el tiempo. Uno puede imaginarse un archipiélago, un laberinto de rocas, un mar en calma y una brisa favorable. Nada se les haría más sencillo a los remeros, ayudados por un Eolo de buen humor, que pasar por entre las rocas. Pero éstas pronto parecerían moverse hacia ellos, cerrárseles encima, cuando era la corriente la que llevaba el barco hacia ellas (GILBERT, pág. 333).

El universo real, del que Ulises es un microcosmos, coincide en sus leyes con esta explicación: todo movimiento es aparente porque ningún punto es fijo en sentido absoluto y ninguno es más fijo que los demás. No existen dos entidades separadas, el tiempo y el espacio, sino una sola, el espacio-tiempo, que es estático, circular. Así una línea recta, como podría serlo la progresión de un personaje, es en realidad curva, y en virtud de esta curvatura, si se prolonga al infinito se convierte en una rueda que gira sobre sí misma. La simultaneidad aparente de ciertos hechos es una ilusión más; depende de la combinación de una estructura de ejes. El espacio-tiempo, entonces, no es más que la imagen móvil de una eternidad estática.

Llegados a esto, recordemos otra vez que Ulises es un modelo a escala del universo. Y desde los primeros capítulos hay insistentes alusiones a la concepción joyceana del tiempo como estructura cíclica. “Proteo”, el capítulo que proporciona el germen esotérico para toda la metafísica de Ulises, tiene como símbolo a la marea, el ir y venir del tiempo sensible, el periplo de la vida que ha de atravesar la muerte para reencontrarse en el punto de donde partió: “The cords of all link back, strandentwining cable of all flesh. That is why mystic monks. Will you be as gods? Gaze in your omphalos. Hello. Kinch here. Aleph, alpha: nought, nought one” (JOYCE, pág. 216).

Unas páginas antes, en “Néstor”, Stephen declara: “History is a nightmare from which I am trying to awake”(Ibidem, pág. 35). Este carácter de pesadilla proviene de la circularidad del tiempo, de la repetición ad absurdum de la historia tal como Joyce-Stephen la entendía: no hay destino, sólo hay retorno. La búsqueda de Stephen reproduce, por lo tanto, la peregrinación del alma tratando de emanciparse de la rueda de sus reencarnaciones. Pero ni uno ni otra consiguen el “despertar” que buscan porque la estructura del espacio-tiempo es el laberinto más grande que existe, es el laberinto maestro que contiene a todos los otros. ¿Cómo entenderlo? Existe una rueda pero también existe, al menos en teoría, la posibilidad de escapar de ella. ¿Hacia dónde se escapa? ¿Hacia otro espacio-tiempo?

El secreto que esconde el laberinto de “Las rocas errantes” está escrito en su dintel. Es la asociación de dos palabras aparentemente inconexas: laberinto, mecánica. Otro enigma. La mecánica conduce al problema del espacio-tiempo, lo cual demuestra que “Las rocas errantes” es un microcosmos de Ulises, a su vez modelo microcósmico del universo. Y el laberinto se dirige a la solución de este problema, aunque hasta aquí parece ser el problema mismo.

Existen, en la pesadilla de la historia, enseñanzas que dormitan antes de haberse manifestado totalmente; que están ahí, completas, pero esperan a que alguien las active, las despierte. Es éste un proceso largo donde cada respuesta es un nuevo enigma que al ser resuelto lleva a otro. Al poner en contacto el laberinto con la mecánica, Joyce despertó una de estas enseñanzas, dormida durante quinientos años en una ciudad hermosa y lejana a la casa entre la niebla donde él redactaba Ulises. En un empolvado manuscrito del genio italiano Leonardo da Vinci se lee lo siguiente:

El laberinto puede verse como una combinación de dos elementos: la espiral y la trenza, y en tal caso expresa una voluntad muy evidente de figurar lo indefinido en sus dos aspectos principales para la imaginación humana, es decir, el perpetuo devenir de la espiral, que, teóricamente al menos, puede imaginarse sin término, y el perpetuo retorno figurado por la trenza (CHEVALIER, pág. 622).

Para ilustrar esto, da Vinci realizó un dibujo donde el santuario central del laberinto quedaba en blanco, como un misterio, pues “no deseaba explicar demasiado” (loc.cit.).

Joyce entendió que ese misterio era el del espacio-tiempo y que el laberinto funcionaba como su propio hilo de Ariadna. También lo entendió así un sucesor de Einstein, Kurt Gödel, cuando afirmó “Los acontecimientos pueden ordenarse en círculo y sin embargo ocurrir una sola vez” (cf. The Encyclopaedia Britannica, “Tiempo”).

Es poco lo que queda por concluir. Ulises es un compendio narrativizado (con técnica laberíntica) de las especulaciones de Stephen Dedalus acerca de la historia. Por eso su símbolo rector podría ser la marea: es el registro del ir y venir de los personajes a través de un día, del ir y venir de los pensamientos de Leopold, los recuerdos de Molly Bloom y las preguntas de Stephen. Todo en su interior se mueve y no se mueve, es mágico: no se lee dos veces el mismo Ulises. Y el capítulo de “Las rocas errantes” ocupa ciertamente el centro del libro; es la imagen móvil de un laberinto estático, así como Ulises es la imagen móvil de la vida estática de los hombres modernos.


BIBLIOGRAFIA

—BARTHES, Roland, “The Reality Effect”, en French Literary Theory Today (ed. T. TODOROV) (trad. R. CARTER). Cambridge University Press, 1982.
—CHEVALIER, Jean, Diccionario de los símbolos. Barcelona, Edit. Herder, 1988.
—GILBERT, Stuart, James Joyce's Ulysses. Nueva York, Vintage Books, 1960.
—JOYCE, James,Ulysses. Nueva York, Random House, 1946.
—PIMENTEL, Luz Aurora, El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos. En prensa.

miércoles, febrero 17, 2010

Para qué sirven los talleres literarios


Un taller es en primer lugar para aprender. Uno debe llegar a él con una actitud abierta y amable hacia el maestro y hacia los compañeros, dispuesto a dejarse enriquecer por los distintos conocimientos y experiencias que cada uno puede aportar. Llegar pensando desde el principio que son estúpidos y que uno está por encima de ellos (ya porque tiene más formación literaria, ya porque es un genio) es algo tan estéril como leer un cuento de hadas pensando que sólo un idiota creería que una gorda va a volar a través de los aires y a convertir una calabaza en carroza.

Cierto: en la mayoría de los talleres llega a haber una o varias personas ingenuas, cuyas ideas sobre el oficio de escritor pueden resultarnos ridículas, pasadas de moda, sentimentales, moralistas, provincianas, etcétera. Pero lo que llamamos “valores literarios” depende en gran medida del gusto de una época. Cuando yo iba a talleres de poesía, a finales de los años setenta, principios de los ochenta, la influencia de Octavio Paz era tan grande que cualquiera que escribiese apartándose de sus ideas estaba condenado al aislamiento. Y recuerdo a un compañero cuyo talento se basaba en ser un buen lector; escribía mezclando muy bien los recursos poéticos de los autores de moda, y eso lo hizo creerse con el derecho de menospreciar a los anticuados que seguían escribiendo con métrica y rima. Como además había tomado algunos cursos en la Facultad de Filosofía y Letras, era capaz de defender sus argumentos con bastante retórica. Han pasado treinta años: ya nadie se acuerda de él; en cambio, algunos de los que escribían “mal” aprendieron lo que debían aprender y siguen trabajando y publicando. Así que es mejor no asumir nada y no llegar al taller a demostrar cuánto sabe uno, sino a tratar de aprender de todos. Si en las primeras clases uno se siente muy por encima del nivel general y se aburre, siempre es posible abandonar el grupo y esperarse a encontrar uno más adecuado. Pero en paz.

No es útil emplear adjetivos cuando comentamos la obra de nuestros compañeros. En la crítica inteligente sirven los argumentos, no los adjetivos. Los adjetivos son el recurso favorito de las mafias para poner en un pedestal a sus caudillos y defenestrar a sus enemigos. No empecemos desde la cuna, que es el taller. En lugar de decir que un texto es “interesante” hay que explicar qué cualidades lo hacen así.

Es común la idea de que la personalidad del maestro va a determinar la dinámica y la atmósfera del taller. Y que un buen maestro ofrecerá siempre un buen taller, como uno malo tendrá grupos malos. Y es verdad que el maestro influye mucho, pero no lo es todo. La prueba es que él mismo llega a tener talleres muy diferentes. Alumnos intransigentes o negativos, o un grupo demasiado heterogéneo o demasiado distraído pueden neutralizar los esfuerzos de un buen maestro. De igual manera, una grupo de personas entusiastas, receptivas y creativas pueden hacer un buen taller aunque el maestro no sea bueno. Un taller fecundo, constructivo es una coincidencia de personalidades capaces de conectarse en armonía y sin apartarse del objetivo común. A veces se da esta coincidencia, a veces no. Depende de muchas cosas, de muchos azares, y no es fácil hacer predicciones al respecto. Un grupo muy homogéneo en cuanto a edad, nivel intelectual y clase social puede resultar un club tan divertido que ya no funciona como taller: los alumnos le dan más importancia al chisme y al encuentro social que al trabajo serio, además de que los comentarios se vuelven predecibles muy pronto y los elogios mutuos dan la tónica. Por otra parte, en un grupo demasiado heterogéneo puede resultar difícil encontrar referentes comunes y que un alumno cualquiera logre entender lo que otro, muy diferente a él, desea expresar. En un taller intensivo, de semanas o meses, el primer caso es preferible; en un taller de años, el segundo es el menos malo: una vez superados los problemas de comunicación, una vez que se ha logrado hallar un lenguaje común, estos talleres suelen ser los más productivos. Claro, siempre es posible encontrar la tercera opción, la mejor: un taller donde diferencias y semejanzas (tanto entre los alumnos entre sí como entre ellos y el maestro) se equilibran perfectamente, y todo el mundo quiere aprender y todo el mundo quiere ayudar a que otros aprendan, y se critica lo que hay que criticar y se elogia lo que es digno de elogio y no más.

Entonces, dar con los compañeros adecuados es tan importante como dar con el maestro adecuado. En relación con éste, siempre es útil conocer su obra, pero es mejor no dejarse guiar por ella. Hay escritores brillantes que no son buenos maestros, como hay talentos modestos que tienen el don de ayudar a otros a crecer. Es como en el box: el mejor maestro no es el que golpea más duro, es el que sabe cómo enseñarnos a golpear duro.

Algo curioso que ocurre con los talleres —y tardé muchos años en darme cuenta de esto— es que a veces el grupo funciona tan bien que se crea una dinámica muy positiva y ésta se manifiesta como una epidemia de éxito. Arriesgándome a decir algo inexacto, hay talleres que dan buena suerte. Los alumnos empiezan a publicar lo que escriben, encuentran las puertas abiertas. No sé cómo explicarlo, pero a veces sucede.

Un taller es para aprender, dije al principio; ésta es su función más obvia, pero no la única. Mencionaré otra: un taller es para ponerse a escribir. Hay personas que ya tienen cierto oficio, autocrítica; ya no necesitan tanto los comentarios de sus compañeros. Pero no tienen disciplina y sólo a lo largo de varios meses logran dar forma a unas cuantas páginas. El taller les sirve porque los presiona a trabajar, porque les inyecta creatividad o los hace salir de sus bloqueos creativos. Ésta también es una de las funciones, y es buena.

Otra más: el taller es para sondear la posible recepción de lo que uno escribe. Un taller es un microcosmos del gran público lector (críticos incluidos). Si uno o varios compañeros nos entienden mal o no nos entienden en absoluto, es probable que suceda lo mismo cuando publiquemos la obra, sólo que entonces no tendremos la oportunidad de cambiar nada ni de defendernos en ninguna forma. Claro, no se trata de hacer concesiones nada más porque sí, ni a los compañeros ni al maestro. Uno debe escuchar con respeto todo lo que se dice y al final quedarse con lo que pueda ser útil. Lo mismo hará después con las críticas impresas. Es decir que el taller también puede cumplir con la tarea de formar nuestro carácter, si aún estamos en edad de que esto suceda. Porque nos enseña equilibrio entre humildad y seguridad en nosotros mismos. Y nos enseña —otra vez la analogía con el box— a dar y a recibir golpes con espíritu deportivo, y a entender que un round no determina toda la pelea, como una pelea no determina toda la carrera. Nos enseña a ver por qué lado debemos protegernos más, dónde somos más débiles, cuáles son nuestros golpes fuertes y cuáles necesitamos practicar (hay quienes son muy buenos para los diálogos, pero les falla la pluma en las descripciones, por ejemplo). Nos enseña que el que se queda quieto, pierde.

Y otra función más: el taller es para conocer gente. Grandes y perdurables amistades literarias han empezado en un taller. Grandes romances también. Pero quienes van sólo en busca de eso suelen estorbar el trabajo de los demás, le caen mal al grupo y al maestro y al final no encuentran ni amistad ni romance ni aprenden nada. Es mejor llegar con una actitud abierta a todas las posibilidades, recibir todo lo que cada taller tiene para darnos. Quién sabe cuál será, al final, la cereza que corone el pastel.

jueves, enero 21, 2010

Neruda y Asturias comen en Hungría

"Fue en el restorán Alabárdos, ubicado en un edificio gótico del siglo XV, en el casco histórico de Budapest. Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, viejos amigos, coincidieron una noche de 1965 en ese lugar, famoso entonces y hoy por la excelencia de su cocina”, así empieza la cuarta de forros del libro Comiendo en Hungría, escrito al alimón por esos dos grandes latinoamericanos que, seducidos por los sabores húngaros, emprendieron un fascinante viaje de turismo gastronómico.

Publicado por primera vez en 1969, el libro acaba de ser devuelto a la circulación por la Universidad Católica de Chile, en una espléndida edición de junio del año pasado; además de los textos de los dos Nóbeles, viene con una introducción que ya por sí sola valdría un libro, del doctor József Kosárka, miembro de la Academia Húngara del Vino; un texto muy interesante del editor, Gonzalo Saavedra, y una magnífica serie de fotografías de Adalberto Ríos Szalay.

Se trata de una colección de poemas, prosas poéticas y prosas no necesariamente poéticas sobre el tema de la comida húngara (entendiéndose que la comida incluye la bebida); muchos de éstos son descripciones de ciertos platillos hechas a partir de la subjetividad poética; otros se centran en los vinos húngaros, de los cuales el tokaj es el más celebrado; otros están inspirados en ciertos restoranes legendarios de Budapest, como el Alabárdos, el Hungaria, el Pilvax, la taberna El Puente; y otros más son visiones poéticas de ciertos lugares que de alguna manera formarían parte de un recorrido de turismo gastronómico por el país: la Citadella de Budapest, la fuente de Visegrad, el camino a Kecskemét, las bellas poblaciones de Tihany y Tokaj.

Se hacen referencias a los platillos más típicos, como el gulash, que no es un estofado como generalmente se piensa en el extranjero, sino una sopa de res con paprika, papas y otros ingredientes que varían de una región a otra. También se habla del pörkölt, una exquisita salsa con la cual se hacen guisados de res, pollo, hongos, etcétera; de los főzelék (guisos de legumbres), de la tarhonya (un tipo de fideo en forma de perlitas), del pescado del lago Balaton... y siempre volviendo al vino, como tema de estribillo.

Neruda escribe con esa vocación suya de vividor (en el sentido de experimentar la vida), esa genialidad para disfrutar su residencia en la tierra y celebrarla, que con uno u otro tono, se percibe en toda su obra. Y Asturias, con esa elegancia de estilo y ese prodigioso talento para decir mucho con pocas palabras que fueron sus marcas distintivas.

Por su carácter mismo de poesía, de alabanza, de visión subjetiva, el libro podría ser de poca utilidad para quienes buscan información práctica, aunque la sola enumeración de platillos, vinos y lugares debe ser en sí un excelente punto de partida. Claro, se echan de menos algunas cosas. Por ejemplo, resulta evidente que el recorrido de los Nóbeles fue un recorrido de restoranes; no hay referencias a la comida casera húngara, que no es en absoluto inferior a la de los sitios elegantes. Tampoco se menciona, al hablar de bebidas, al palinka, ese aguardiente de frutas del que los húngaros están tan orgullosos y que tantos buenos bebedores han valorado con entusiasmo y prudente respeto. Pero en compensación está el texto introductorio del doctor József Kosárka, que modestamente lleva el título “Antes de que comience la lectura divertida”. Este texto sí es una guía en toda regla —y de una precisión tal que en pocas páginas concentra un conocimiento muy extenso de las tradiciones culinarias y vitivinícolas de Hungría.

En resumen, Comiendo en Hungría es un libro disfrutable y moralmente peligroso, por su capacidad de despertar en uno la tentación de la gula. Y el mejor comentario sobre el mismo viene del propio Pablo Neruda: “Si hay libros felices (o libracos, librejos, librillos), éste es uno de ellos. No sólo porque lo escribimos comiendo sino porque queremos honrar con palabras la amistad generosa y sabrosa”.

miércoles, enero 06, 2010

Tan oscura


De todos mis libros, mi novela Tan oscura es el que ha tenido un destino más extraño. Publicada hace casi doce años, nunca ha sido una obra de muchos lectores, pero ha logrado sobrevivir, provocando las reacciones más disímiles, extremas y —para mí— sorprendentes.

Por un lado, sus detractores han sido encarnizados. Un gerente de cierta cadena de librerías le preguntó a la entonces directora editorial cómo era posible que Joaquín Mortiz hubiera publicado “esa basura pornográfica”. Otro gerente se negó a exhibirlo en el estante de libros de sus restaurantes porque —dijo— “éste es un sitio familiar”. Luego, un poeta muy conocido y amigo mío me dijo, con la confianza que se tienen los amigos, que mi novela no sólo no le había gustado sino que le había parecido repugnante debido a “la crudeza del lenguaje”. Y así por el estilo.

En el otro extremo del espectro se encuentran quienes han defendido la novela y la han mantenido viva a través de todos estos años. Curiosamente, esta recepción ha sido más frecuente en el extranjero que en México, especialmente entre lectores —amigos unos, totalmente desconocidos otros— de Estados Unidos, España, Venezuela y Argentina. Ahí están varias reseñas, algunas de las cuales pueden leerse en la red: la de la doctora Barbara Mujica, publicada en la prestigiada revista Américas (http://law-journals-books.vlex.com/vid/tan-oscura-56433642);la de Gabriela Moya, "La densidad del claroscuro": http://148.226.9.79:8080/dspace/bitstream/123456789/573/1/2002122P175.pdf y la de Ariana Juárez, "Oscuro deseo": http://www.etcetera.com.mx/1999/348/aj348.html Ahí está también una composición al respecto en el blog "Metatextos 2.0": http://metatextosbis.blogspot.com/2007/10/tan-oscura-katsya.html. Y ahí están también los generosos comentarios de Rubi Guerra, uno de los escritores venezolanos —y latinoamericanos— que más admiro y respeto, anque éstos no fueron publicados en ningún medio sino transmitidos vía epistolar. Y el hecho mismo de que Tan oscura haya estado incluida durante varios años consecutivos en la bibliografía básica del seminario sobre literatura erótica que el doctor Juan Antonio Rosado (autor, además, de una de las mejores reseñas sobre el libro) imparte en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
Me puse a hacer esta recapitulación a raíz de que recibí un mensaje de una joven lectora a quien jamás he tenido el gusto de tratar personalmente, que vive en una ciudad muy lejana y que se puso a hacer un montaje en video sobre sus impresiones de Tan oscura. Ella se llama Fabiola Ahumada. Aquí está el link de su trabajo:http://www.youtube.com/watch?v=eq_FkBTSHQI.

miércoles, diciembre 09, 2009

Los iluminados

Los iluminados, publicado por la editorial Progreso en su colección Rehilete, es una novela para niños que se desarrolla en los años 20, en algún lugar del occidente de México, en el contexto de la revuelta cristera. Es la continuación de La guerra de los gatos, publicada por la misma casa editorial. Como aquélla, es una obra que busca estimular en los niños el interés por la historia y la literatura y, por supuesto, entretenerlos. Ofrezco aquí un fragmento como botón de muestra:

Una calma extraña se respiraba en el pueblo. No era la calma de los días felices, como la que se sentía al día siguiente de la fiesta del santo patrón, cuando todo el mundo estaba desvelado y cansado por la procesión y luego los cohetes y la verbena. Esta calma era distinta: era como la que sobrevenía tras la muerte de una persona importante o cuando había granizado mucho y se habían perdido las cosechas. En la plaza municipal no se veía ni un alma. Lo único que parecía tener movimiento era una hoja seca que el viento llevaba de aquí para allá. Los portales se veían desiertos. La esbelta torre de la iglesia se recortaba contra un cielo blanco que presagiaba frío. Todo estaba en silencio. Ni siquiera los perros ladraban.

A un costado de la plaza se hallaba el negocio del señor Stefan Preiss, pastelero austriaco que habría podido hacer una fortuna en Colima o en Guadalajara, pero que, por un incomprensible capricho suyo había preferido venir a enterrarse a este pueblo olvidado del occidente de México donde sólo cuatro personas —el doctor, el boticario, el sacerdote y la esposa del alcalde— eran capaces de valorar sus creaciones. Por eso hacía sus pasteles muy de vez en cuando y sólo por encargo, y en cambio se dedicaba a hornear pan, un pan sabroso y llenador que los paisanos le compraban satisfechos de pagar el precio.

La casa era grande, con todo y que los señores Preiss vivían solos; es decir, sin compañía humana. No habían podido tener hijos, y tal vez por eso la señora Preiss había canalizado sus instintos maternales hacia sus mascotas: un gato, un sabueso viejo y una cotorra huasteca de lengua negra. Al perro lo llamaban Coronel porque lo habían heredado todavía pequeño de un soldado que murió en la Revolución y porque, según Stefan era valiente y disciplinado como un coronel de húsares a quien conociera hacía muchos años en el palacio de Schönbrunn; la guacamaya se llamaba Marlene, y al gato, como era negro, le habían puesto el nombre del pastel sacher hecho con chocolate oscuro de la mejor calidad, aristocrática tradición vienesa y orgullo de la casa Preiss.

Pues esa mañana de domingo estaba Sacher echado en el alféizar de la ventana, mirando hacia la desierta plaza municipal. De todos los habitantes de la casa, él fue el primero que se dio cuenta de que algo raro ocurría en el pueblo. Aunque al parecer los humanos ya lo esperaban. Seguramente habían estado hablando a espaldas de él y poseían información privilegiada. Esto era algo que un gato que se dice gato no podía tolerar. El mal humor de Sacher iba en aumento a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía y el pueblo seguía igual de muerto. Para colmo, Marlene no lo dejaba tomar su siesta en paz. Insistía en repetir a gritos las tonterías que le enseñaban sus dueños.

Aquí entre nos, Sacher miraba de arriba abajo a cualquier animal que no perteneciese a la familia de los felinos. Marlene le parecía irremediablemente estúpida, incapaz de pensar por sí misma, feliz en su jaula de oro como esas niñas mimadas que mientras tengan todos los lujos en casa no desean mirar nada del mundo. Así era ella: carente de curiosidad científica, de espíritu de aventura, de audacia. El Coronel sí tenía espíritu de aventura, pero era moralista, se tomaba todo demasiado en serio y eso exasperaba a Sacher. Si sus amos le encomendaban alguna tarea sencilla, al alcance de su limitado talento, era el perro más feliz del mundo. Y si luego de cumplirla bien recibía una caricia como recompensa, actuaba como si el emperador de Austria-Hungría le hubiese puesto en el pecho una condecoración. Qué cosa más patética, pensaba Sacher.

Con los que sí tenía buena relación era con los gatos de los vecinos, la gata gordita del cura y los gatos vagos que se reunían en las noches para tomar el fresco en la plaza y se contaban todos los chismes de sus respectivas casas: que si la niña mayor de los Sandoval recibió a escondidas una carta de su novio, que si la señora del alcalde llamó a su esposo “bruto” e “ignorante” en medio de una discusión, que si el doctor Solís se tomaba cada noche un jarro de tequila, que si doña Anita la que prestaba a rédito tenía una olla llena de dinero y la muy agarrada quería que sus gatos vivieran de puros ratones... en fin, que se pasaban en la chorcha hasta la madrugada, como cualquier persona que haya observado la vida de los gatos habrá de imaginarse. Pero Sacher no había escuchado ahora nada que pudiese relacionar con esa extraña quietud del pueblo.

Echado en el alféizar de la ventana, pretendía dormir mientras a su espalda el señor Preiss leía un periódico en el sofá y su esposa, sentada junto a él, hacía una labor de bordado. Cualquiera habría dicho que el gato, efectivamente, dormía, pero la verdad es que por lo menos dos de sus sentidos se hallaban bien despiertos: sus ojos en la plaza y sus oídos en la sala, en espera de cualquier comentario que le ayudase a develar el misterio.

Finalmente, como a eso de las 11 de la mañana, se rompió la inmovilidad de tarjeta postal del paisaje pueblerino. La señora del alcalde venía cruzando la plaza. A Sacher no le caía bien porque tenía la costumbre de querer acariciarlo cada vez que venía de visita. Por eso la otra vez que lo agarró de malas pulgas él no pudo ocultar su disgusto y le lanzó un rasguño. Pero esa mañana de domingo le dio gusto verla. Esperó un poco y, cuando vio que la señora ciertamente venía hacia la casa, se levanto de la ventana, fue a ronronearle a Eva Preiss y se echó en su regazo en espera de oír el llamador de la puerta.

jueves, noviembre 12, 2009

LA VIEJA CINETECA NACIONAL

Tenía quince o dieciséis años cuando empecé a ir a la Cineteca Nacional, la que estaba en Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, la que se acabó en un incendio en circunstancias sospechosas.

En aquellos años —finales de los setenta, principios de los ochenta— yo acababa de llegar de mi pueblo y me parecía que toda la inteligencia del mundo se hallaba concentrada en el Distrito Federal. Sólo ahí la gente podía hablar de literatura, de psicoanálisis, de materialismo histórico, de cine. Los jóvenes que conocía, universitarios ya cuando yo acababa de salir de la secundaria, hacían malabares con libros y películas como los cirqueros los hacen con pelotas: ahí iban Einsenstein, Marx, Fromm, Revueltas, Jodorowsky, Benedetti, Marcuse, Visconti, Sartre, Lezama Lima, Bergman, Adorno, Buñuel, Cazals, Brecht... eso era lo que leía y veía la gente culta, los intelectuales con quienes yo me sentía tan en desventaja.

En mi pueblo no había ni una librería, la gente que leía se había quedado con Ignacio Manuel Altamirano y en los dos cines que teníamos sólo daban películas del Santo, de Chabelo o de John Wayne. Y he aquí que estando todavía en tercero de secundaria empecé a frecuentar malas amistades, “hippies” como los llamaban mis padres: los malabaristas de libros, que eran provincianos también pero estaban estudiando en el CCH o en la UNAM y viajaban cada semana a la capital. Los veía los domingos en la tarde en la estación de autobuses con sus morrales de cuero, sus huaraches y sus greñas. Tomaban cerveza y discutían dividiendo a la humanidad en “revolucionarios” y “reaccionarios”. Y citaban a éste y a aquel autor y se referían a ésta y a aquella película y a un lugar legendario que llamaban “la Cineteca”. Yo no decía nada para no quedar en vergüenza, pero quería ser como ellos. Quería llegar a ser uno de ellos. Era una época en que muchas cosas se hacían con pasión: se pensaba, se discutía, se leía con pasión, se veía cine con pasión.
En cuanto pude viajar con cierta libertad al Distrito Federal, a visitar a mis tíos que vivían allá, me puse a averiguar dónde estaba la Cineteca. No quería preguntarle a ninguno de mis amigos para que no se dieran cuenta de que no sabía, y me tomó cierto tiempo llegar. Pero finalmente llegué. Y me encantó. Al paso del tiempo me volví tan adicto que me aparecía por ahí desde en la mañana, compraba cuatro boletos de una vez y me disponía a pasar el día viendo películas. Recuerdo que las colas eran larguísimas, sobre todo los fines de semana. Pero incluso eso me gustaba porque para mí era un espectáculo observar a toda esa gente que sacaba sus libros y se ponía a leer mientras avanzaba la fila. Los que iban en pareja o en grupo se ponían el libro en la axila y mejor platicaban. De ellos aprendí muchas palabras que no se usaban en mi pueblo. Aprendí que no era necesario que alguien supiera mucho para llamarlo “maestro”, por ejemplo. Y que creer en Dios era algo muy estúpido, tan estúpido como escribir o leer poesía rimada. Aunque no sólo esa clase de gente iba; también iban fresas, pero los “revolucionarios” fueron siempre la mayoría.

Sí, esas horas que pasé haciendo cola en la Cineteca se quedaron en mi memoria tanto como las películas que fui a ver y que me enseñaron cómo había sido la Guerra Civil española o cómo era la vida al otro lado de la Cortina de Hierro. Cuando al pasar el tiempo me acostumbré a la gente que iba ahí y perdí el interés en sus conversaciones —tal vez porque sin darme cuenta había realizado mi sueño de convertirme en uno de ellos—, empecé a mirar a las muchachas y a tratar de hacerles la plática. Nunca fue fácil, un poco por mi timidez de provinciano y otro poco porque ellas mismas parecían encerradas en una cápsula invisible. Las que iban acompañadas quedaban fuera de consideración, y las que iban solas sacaban su libro y se ponían a leer, como ya he dicho, y no les gustaba que las interrumpieran. Apenas si levantaban los ojos cuando el de atrás les decía que la cola ya había avanzado.

Algunas personas hacían lo mismo que yo: llegaban desde temprano, compraban boletos para todas las películas y se pasaban el día en la Cineteca. Es que había todo lo necesario allí; estaban las tres salas de proyección: la Fernando de Fuentes, que tenía 700 butacas, me parece; el Salón Rojo, como la cuarta parte de grande, y una sala muy pequeña cuyo nombre ya no recuerdo y que no siempre estaba abierta al público. Aparte había un restaurante donde los fumadores podían hacer todo el humo que quisieran sin que nadie los molestara, y una librería pequeña pero fascinante: no sólo vendían libros sino también música, pósters europeos y tarjetas postales que no se conseguían en ninguna otra parte de la ciudad. Y bueno, si uno se aburría de estar ahí tantas horas podía salir a comer a media jornada. Al lado se encontraba un Wings y, un poco más lejos, cerca del metro General Anaya, había varias fondas.

Algunas personas tenían una sala favorita. Yo no. Me gustaba la Fernando de Fuentes por grande y el Salón Rojo por pequeña. Para llegar a una de las dos —o tal vez a las dos, ya no recuerdo— había que subir una escalera en cuyo descanso había un mural. He olvidado los detalles del mismo, pero me gustaba. Además ahí comenzaba el momento esperado, el inicio del ritual: ese instante de emoción en que avisaban que ya se podía pasar y uno desfilaba hacia la sala en medio de una multitud igualmente ávida, caminando despacio porque todo se volvía entonces lento, lento. Terminaba de subir la escalera, cruzaba la puerta con sus cortinas rojas y, una vez dentro, ubicaba su lugar favorito con la esperanza de que estuviera libre.

Un cambio misterioso operaba en los espectadores en cuanto tomaban asiento: las tensiones y las miserias de la vida cotidiana quedaban fuera, en el mundo de los espacios soleados y los volúmenes reales, y venía en cambio el sueño de las tierras lejanas. Se sumergía uno en esa noche artificial que iba cayendo poco a poco, a medida que las luces se apagaban. Y en el momento en que la oscuridad era invadida por el resplandor azulescente de la pantalla, todo se transformaba por el arte de esa magia que era la magia del cine: las parejas dejaban de hablar o de besarse y se tomaban de la mano, los solitarios respiraban hondo, se relajaban y se quitaban las máscaras que usaban en su vida real, esas máscaras de seriedad o de inteligencia. Es que sólo en el cine el rostro se libera totalmente y uno es capaz de hacer las caras más tontas, caras de sorpresa, de terror, de ternura, de lujuria, de tristeza sin siquiera darse cuenta de ello. Y sin temer que otros lo estén mirando.

Esa libertad duraba hasta después de que aparecían en la pantalla los créditos secundarios y se encendían las luces. Porque si la película era buena —y casi siempre lo era— los espectadores salían sonriendo, con una expresión de satisfacción que se reflejaba de uno a otro.

La vieja Cineteca fue destruida por un incendio en 1982, en circunstancias que nunca quedaron claras. Había durado menos de diez años. Se hizo otra después, en otro lugar. Pero ya no fue lo mismo: una época había concluido.

jueves, octubre 15, 2009

Breve nota sobre los vinos húngaros

En estos días de octubre se celebra la vendimia en las regiones vitivinícolas húngaras: tradición muy antigua, cargada de simbolismo telúrico y dionisíaco. Pero también entrañable y familiar. Ciertamente, es costumbre que todos los miembros de la familia, aun los que se han ido a vivir lejos, vengan a casa para ayudar a cortar las uvas. Es un trabajo arduo, no por lo de cortar racimos, que eso hasta los niños pueden hacerlo, sino por lo de estar acarreando los canastos llenos. Sin embargo se disfruta porque es una ocasión de reunión familiar y de compartir los frutos de la tierra. Ahora son sólo las uvas, pronto será el vino.

En Hungría hay varias regiones vitivinícolas de fama legendaria. Una es la que se encuentra en el norte del país, cerca de la frontera con Eslovaquia. A ésta pertenece la población de Tokaj, famosa por su producción de vino blanco, del cual dijo el rey Luis XIV de Francia: “Es el rey de los vinos y el vino de los reyes”. En época más reciente aparece mencionado como algo muy especial en la Trilogía de la materia oscura, de Philip Pullman. Es el vino que Lord Azriel está a punto de beber al inicio de La brújula dorada. Hay varios tipos de vino de Tokaj, seco y dulce. El sárgamuskotály tiene un hermoso color dorado y un sabor exquisito. El ászú está hecho de pasas, y su grado de calidad se estima en puttonyos, siendo el más elevado de seis.

Estos son vino blancos. En cuanto a tintos, mis favoritos son el de Villány y el de Eger, sobre todo el primero. Tiene mucho cuerpo y un sabor suave y profundo al mismo tiempo, de fruta y madera. De Eger, el más tradicional es el Bikavér, de hermoso color sangre. Vale la pena ir a probarlo en la misma ciudad de Eger; ahí, arropado por las montañas, hay un pequeño valle lleno de cuevas que por su frescura y su humedad óptimas se usan para guardar el vino. Le llaman Valle de las Muchachas Bonitas, nombre que tiene muy merecido, y es un lugar encantado, como se imagina uno el Shire de El Señor de los Anillos. Ahí las bodegas están abiertas al público, con sus techos redondos y bajos, sus añejos barriles, su profundo olor de hongos, de tierra, de fruta madura. Uno se sienta a la mesa y pide un vaso de vino, que es muy bueno y barato. Cada bodega pertenece a una familia distinta, y en cada una el vino tiene un sabor diferente. Por eso vale la pena tomarse solo una copa en cada sitio y luego emigrar al siguiente. Y luego al siguiente y al siguiente. Es parte de la magia del lugar. En las noches de verano, los gitanos se aparecen por el bosque circundante y acompañan la degustación con esa música melancólica y apasionada que tocan en el violín. Y a veces hay quienes encienden una fogata y se ponen a asar tocino, no del de estilo inglés, que tiene mucha carne, sino del de por acá, que es casi pura grasa. Lo dejan escurrir sobre trozos de pan y con este pan se saborean el vino. La primera vez que estuve ahí, haciendo todo eso, me sentía como en un cuento de hadas.

Así como hay paisajes para todos los estados de ánimo, así hay vinos. Ciertos vinos te dan cosquillas en la lengua y te hacen hablar como perico; otros, se te van a las piernas y sientes que necesitas moverte: son los vinos de bailar. También hay vinos de cantar, vinos de hacer el amor, vinos de llorar. Una vez, en el lago Balaton, al oeste de Hungría, probé un exquisito vino de llorar; era una bebida tan conmovedora que me senté en la playa a tomarme la botella y me puse a mirar el horizinte sintiendo que todo yo me deshacía en lágrimas, unas lágrimas dulces que no paraban de correr. Estuve moqueando hasta que se hizo de noche. La botella había desaparecido, tal vez en la profundidad del lago.

jueves, agosto 27, 2009

La Gorda

Hoy pasó una voz por la ventana.
Creí que era la Gorda.

La Gorda era inmensa;
de sus pechos brotaban pichones
por toda la casa.
Hacia ellos corría el verano
como un niño de pudor oscuro.
Se oía en su vientre la música de las esferas.

Ella bastaba para poblar el mundo,
para contenerlo.

Dormía llenando la cama
y su sueño era un hervor de carne satisfecha.
Cuando era amante
su cuerpo cantaba como un globo de lluvia.

La Gorda iba por la calle
como una bestia de miel
en un jardín de juguete.

Cuánto he estirado mi tristeza
para que su ausencia tenga sitio.

jueves, mayo 14, 2009

Ivonne Thein y la enfermedad como belleza

Viendo la serie de fotos de Ivonne Thein, 32 kilos, pienso en el romanticismo, en los modernistas románticos y en particular en Edgar Allan Poe.

En estas 14 fotografías se muestran mujeres exageradamente flacas (cuyo peso podría ser en efecto de 32 kilos), casi todas en posiciones que evocan enfermedad, dolor, desamparo, tristeza. Algunas tienen incluso vendajes médicos. No se les ve la cara, pero ése es el propósito: que el cuerpo lo exprese todo.

Ver estas fotos es una experiencia perturbadora, como puede serlo ver cualquier característica humana llevada al extremo. Pero el arte de Ivonne Thein no es el del reportero gráfico. Las fotos han sido manipuladas digitalmente porque lo importante no es mostrar fenómenos de circo sino elaborar un comentario visual sobre un hecho de la historia de la sensibilidad.

Hay quienes dicen que la historia evoluciona en círculos, y es posible que así sea. En todo caso, esta serie de fotografías me hacen pensar que una parte de nosotros está volviendo a ser romántica en el sentido más mórbido del concepto. Me explico:

Desde el siglo XVIII, dice Mario Praz, cierto tipo de libertinos encuentra insípida la belleza si no está impregnada d'un air de corruption. El descubrimiento de la fealdad —explica— “como fuente de deleite y de belleza terminó por actuar sobre el mismo concepto de belleza: lo horrendo pasó a ser, en lugar de una categoría de lo bello, uno de los elementos propios de la belleza.” Para los románticos, ciertamente, la hermosura de una mujer parece aumentar justo gracias a aquellas cosas que deberían contradecirla: lo horrendo. Surge así el culto gótico y decadentista de las bellezas pálidas, tísicas o cadavéricas: la belleza más alta es la de la juventud tocada en flor por la garra de la muerte. Así lo dice Edgar Poe en La filosofía de la composición. Gracias a la muerte o, en un primer efecto, a la enfermedad, la gloria del alma femenina, realmente espiritualizada, se hace manifiesta en la carne.

El hombre romántico, en general, anhelaba la paz de la tumba. Espiritualizó así el sádico y exquisito placer estético del sufrimiento humano. Se trataba, posiblemente, de afirmar la autonomía absoluta del yo por medio de una conciliación entre la voluntad y lo inevitable. El romántico estaba obsesionado con la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su cuna. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, precisamente, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven que en la primavera de su vida lleva marcadas las uñas de la muerte.

¿Es descabellado que las obras de esta fotógrafa alemana me hayan llevado a estas reflexiones?

Y sin embargo no es un caso único. La sensibilidad emo, con sus referencias al suicidio y su culto a la anemia forma parte del mismo fenómeno, me parece. Y la nueva moda Crepúsculo, con sus héroes de carne fría, ojeras, piel cadavérica y aspecto de seropositivos, ¿no lo son también? La idea de crear estas 14 fotografías le vino a Ivonne Thein luego de leer un artículo sobre el movimiento pro-ana (pro-anorexia). Las personas que promueven éste sostiene que la anorexia es un estilo de vida que uno elige, como ser vegetariano, gay o budista. Si esto es así, yo diría que la enfermedad es también un estilo de vida. Y entonces habría que revisar el conjunto de enunciados que la presentan como algo indeseable y que condenan al que voluntariamente opta por enfermarse o por parecer enfermo. Después de todo no sería tan novedoso como parece: en la época romántica estaba de moda la tuberculosis. El look tísico representaba un estilo de vida que podía ser deseable.

Creador de una estética psicologista que sobrevive hasta nuestros días, cobrando, al parecer, nuevo impulso, Edgar Allan Poe enunció una doctrina según la cual la belleza no es una cualidad sino un efecto, un estado del ánimo producido por un rapto de la imaginación.

Es de esta manera como sugiero que habría que ver las fotos de Ivonne Thein, los iconos identitarios de los emo kids y a las bellas y bellos de la saga Crepúsculo.


jueves, marzo 19, 2009

Teatro de sombras

La semana pasada volví a ver sombras. Se habían ausentado desde finales de noviembre, como sucede generalmente en cuanto el sol se oculta tras la uniforme blancura de las nubes invernales. Es curioso que uno pueda extrañar las sombras. Cuando vivía yo en un país cálido ni siquiera pensaba en ellas. Estaban ahí. Mi sombra iba conmigo a todas partes; a veces se adelantaba, a veces marchaba a mi lado como una compañera de lucha, a veces iba detrás como un perrito. Tan silenciosa siempre que rara vez me acordaba de su existencia.

Aquí también deja uno de pensar en su sombra, luego de los primeros dos o tres meses de no verla. Es que la cosa sucede de manera gradual y por eso ni siquiera se da uno cuenta. Un día, casi siempre a finales de noviembre, las sombras se enferman: comienzan a perder peso, a adelgazarse como consumidas por una misteriosa anemia. Se vuelven pálidas. Aunque hay días, todavía en diciembre, cuando amanecen bien y tratan de llevar su vida normal. Salen a la calle. Toman un poco de sol en los jardines cubiertos de hojas secas. Es esa triste y breve mejoría que suele anunciar los finales. Y el final llega de manera silenciosa, solapada. Uno no se da cuenta hasta varios meses después, cuando empieza a extrañar. No es bueno eso de olvidar que tiene uno una parte oscura. Que el mundo entero tiene también una parte oscura. En febrero la nostalgia se vuelve insoportable. Se siente uno incompleto, mutilado.

La semana pasada, decía, volví a ver sombras. Salí a la calle y ahí estaban, por todas partes. Es como una explosión de vida: la gente tiene sombra otra vez, y los árboles, los postes de luz, los edificios, los coches tienen sombra. El mundo está en orden.

viernes, febrero 13, 2009

Para comerte mejor

Si, como decía Bachelard, cuando uno es feliz el mundo se vuelve comestible, no es menos cierto que cuando uno está enamorado la amada se convierte en un festín. Esto se lo dicen los amantes reiteradamente, cientos de veces y en cientos de formas. El lenguaje amoroso está lleno de evocaciones antropofágicas. “Te voy a comer”, “Te voy a devorar”, “Qué rico” (por citar sólo las frases menos subidas, ya que se usan otras que incluyen verbos como “mamar”, “chupar”, “tragar”). Sin duda hay algo detrás de esta manera de expresar cariño. Es una ferocidad caníbal la intensidad del deseo.

Durante el acto sexual, la carne del hombre entra en contacto con el cuerpo de la mujer; ella se lo come y por eso en sus órganos genitales, como en los digestivos, hay labios y trompas. Se lo zampa, lo envuelve en su exquisita garganta; se adueña de una parte de su sustancia y luego lo regurgita. Por un momento ha accedido a la totalidad mágica numinosa de los dos sexos. Ella es en realidad el agente activo; el hombre, que se deja devorar, es el agente pasivo. Edgar Allan Poe, quien lo había entendido así, tenía terror de una forma sutil de antropofagia: en sus pesadillas, la vagina de las mujeres tenía dientes.

“El último tabú”, llaman algunos antropólogos sociales al canibalismo, dando a entender que aun el más perverso de los depravados piensa dos veces antes de llevar a lo literal las metáforas amatorias. Sin embargo, el tabú no es universal y, en todo caso, resulta difícil de rastrear. Entre nosotros mismos, los cristianos de Occidente, ha permanecido en el terreno del sobreentendido. La carne del prójimo no se encuentra en la lista de los alimentos prohibidos por Moisés, que por lo demás es explícita y rigurosa. Tal vez precisamente por eso el asunto se ha colado por diferentes rendijas.

“Coman de mi carne y beban de mi sangre”, nos dice el Salvador a todos los creyentes durante la comunión. Se trata de algo más fuerte, más cercano a la realidad que una metáfora; se trata de un rito, de la puesta en escena de un dogma. El comulgante no piensa que está escuchando una bella y escalofriante sinécdoque; cree realmente que está comiéndose a su Señor. Peor aún: asume que se lo está comiendo vivo. Este acto nos resultaría aterrador si fuéramos sinceros en nuestro rechazo a la antropofagia. Sin embargo, parece ser que para el inconsciente comerse a alguien es de verdad un acto de amor. El bebé que mama del pecho de su madre, ¿no la está devorando amorosa, dulce, lentamente? Y al ir desarrollando el hábito de chuparse los dedos de las manos e incluso de los pies, ¿no expresa un impulso de comerse a sí mismo?

Comerse a alguien equivale a apropiarse de lo más valioso que ese ser posee. Durante la comunión, recibimos en nuestro cuerpo la divinidad de Dios. En algunos pueblos mesoamericanos, alimentarse con la carne de un guerrero era la única manera posible de adueñarse de su valor. Al comerse a una persona, uno se come lo que ama en ella. No es necesario que se trate de una cualidad especial, ya que basta ser humano para ser amable; es decir, comestible. Por eso algunos pueblos del neolítico europeo practicaban un ritual llamado petrofagia: desenterrar a los muertos para comérselos. Aquí no se trataba ni del valor guerrero ni de ninguna otra virtud; era un simple y llano acto de amor.

Según el mito gnóstico, la caída del hombre es la caída del alma en la densidad de la materia. La carne es sucia no por ser carne, sino porque el alma se encuentra atrapada en ella. Pero cuando el ser carnal muere, el alma se libera de su cárcel y la ceniza se vuelve pura, santa. Entonces comer carne, especialmente carne humana cruda es consumir materia en estado de purificación. Decía Diego Rivera que es un alimento bueno, fino al paladar.

lunes, enero 26, 2009

El mejor invento de la civilización

Para compartir los cuerpos.

(Foto de Amélie Oláiz)

Clinofilia se llama la adicción a la cama; clinofílicos, los millones de seres humanos que la amamos. Es que, ¿quién está exento de este amor? Cervantes siempre quiso tener una buena cama y muy pocas veces pudo disfrutarla. Y Shakespeare, en su testamento, le dejó a su esposa la segunda mejor de sus camas. ¿Para quién era la mejor? Nadie lo sabe: se quedó para siempre como uno de los muchos misterios de la historia literaria.

La cama es mudo testigo de los sucesos más importantes del individuo, que en ella nace, se reproduce y muere. Pero no nada más eso, en ella se puede hacer todo: leer, ver la televisión, escuchar música, fumar, escribir, dibujar, jugar, estudiar, discutir, emborracharse, recibir a los amigos, mirar las estrellas, ganar dinero... ahí es uno feliz y ahí se refugia cuando se siente desdichado. Baste recordar la típica escena de la adolescente que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se echa a llorar. Tal vez la mayor parte de las lágrimas que una persona llora en su vida las derrama sobre la almohada. Es el lugar de la depresión, de la resaca alcohólica, de muchos intentos de suicidio. De los crímenes pasionales. ¿No es en la cama donde Otelo mata a Desdémona?

Los romanos tenían lechos especiales para comer, para hacer el amor y para estudiar. Y se dice que Luis XI y después otros reyes de Francia tenían una cama en la sala del trono y ahí atendían los asuntos de Estado. Es que el catálogo de las camas recorre toda la escala social, desde las camas de varas de los campesinos, las camas de piedra de los presos y los catres de campaña de los soldados hasta las suntuosas yacijas de bronce o de maderas preciosas con doseles e incrustaciones de perlas y gemas.

Todo esto es sin contar su función principal, la que anuncian los fabricantes: la cama es para dormir. ¿Cuánto tiempo pasa uno en ella entonces? Una persona que duerme ocho horas diarias, a los sesenta años de edad se ha pasado veinte años durmiendo. Veinte años en la cama.

Es cierto que la odian los cuáqueros y los enfermos, pero en cambio la aman los lascivos, los abúlicos, los poetas y los gatos. Y el enamorado o enamorada que, tras la partida del amante, se pone a oler las sábanas con ensoñación. Es que aquel que se ha ido ya de la casa aún perdura un poco en la cama. Y el aroma de su cuerpo está ahí para asegurarnos que lo vivido fue real, que aquello no fue un sueño, y también para apuntalar la promesa del retorno. “¡Volverá!”, dice el olor a besos que guardan las sábanas. “¡Volverá!”, grita el vello púbico que se quedó escondido en algún pliegue de la sábana.

La cama tiene el aliento marino de las mujeres que duermen satisfechas. Huele a sol en la mañana; y en la noche, a luna, a la brisa de flores nocturnas que entra por la ventana abierta meciendo las cortinas sobre los cuerpos entrelazados.

Odiseo debe volver a Ítaca. Ítaca es el nombre de su isla, pero el héroe no quiere simplemente arribar a la costa. Eso no tendría sentido. Él se propone llegar a su casa: una Ítaca dentro de otra Ítaca. Y dentro de esta Ítaca que es su casa hay otra más: la alcoba de su mujer. Y dentro de ésta se halla la última, la verdadera Ítaca: la cama que él construyó con el tronco de un corpulento olivo. Se trata de un simbolismo prodigioso: la cama es el árbol, que es el puente entre el cielo y la tierra. La cama nos conecta con nuestras raíces, pero también con esas ramas nuestras que aspiran a lo Alto.

miércoles, enero 14, 2009

El músculo de la escritura

Así como existe un músculo para dar patadas y uno para jalar poleas, así hay un músculo de la escritura. Funciona con la misma lógica de los otros: cuanto más se ejercita, más fuerza y resistencia es capaz de desarrollar. Y en consecuencia, si nunca o casi nunca se utiliza, se atrofia. En circunstancias tales, lo que uno puede producir es poco, deficiente y cuesta mucho trabajo. Todo el mundo ha experimentado lo difícil que es componer el primer párrafo de un escrito. Es la famosa angustia de la página en blanco de la que hablan muchas personas, incluyendo escritores profesionales. Y también hemos experimentado, aunque quizás sin pensar en ello, que, una vez que el músculo de la escritura se calienta, el trabajo resulta más fácil. Llega un momento en que ya no cuesta esfuerzo: se empieza a escribir como por dictado. Se alcanza ese estado de armonía con el quehacer creativo que algunos llaman “inspiración”.

Hay que escribir, entonces, con tanta asiduidad como sea posible, tratando de cultivar sistemáticamente el músculo de la escritura. Esto significa que, al mismo tiempo que crece, debe ir disciplinándose, aumentando la calidad del entrenamiento. Quienes lo hacen profesionalmente han pasado por este proceso y pueden dar cuenta de sus distintas fases y de cómo, al paso del tiempo y gracias al entrenamiento, la técnica se vuelve instintiva, al grado de que uno deja de pensar en ella. Pregúntese a un futbolista cómo da tal patada, o a un boxeador cómo logra determinado golpe. Dirá que no sabe. Es algo que “sale” cuando es necesario. De la misma manera, hay poetas que escriben endecasílabos sin contar las sílabas con los dedos. Les “salen” así. Y es entonces cuando empieza a hablarse de virtuosismo, de duende.

El espectador que presencia una función de ballet tiene la ilusión de que el cuerpo de la bailarina está sujeto a leyes físicas diferentes de las que nos rigen al resto de los mortales. Y esto es porque lo que hace da la impresión de no costarle ningún esfuerzo. Lo mismo sucede con toda gran obra de la literatura, sea poesía, novela, relato, ensayo. Las palabras en ella parecen tan ingrávidas como el cuerpo de la danzante; se elevan en el aire sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin técnica. Es que la técnica ya no se ve: se ha vuelto naturaleza. Pero cuánto debió trabajar el autor, como cuánto debió trabajar la bailarina para llegar a eso. Qué formidable músculo de la escritura se necesita desarrollar para llegar a parecer “natural”.

miércoles, diciembre 03, 2008

Luto por Enriqueta Ochoa


Al comentar la obra de Enriqueta Ochoa se ha convertido en un lugar común la polaridad de sus dos temas más evidentes: el amor divino y el humano. Las fuerzas que generan esta tensión aparecen como el impulso inicial de una aventura incendiaria. Incomprendida por unos, hipócritamente plagiada por otros, la poeta ha ido tejiendo una dialéctica apremiante en virtud de la cual el cielo y la tierra se enfrentan y se corrigen recíprocamente. El fuego robado por Prometeo desciende al punto en que devora y a la vez alimenta a la llama humilde, entrañable, del amor doméstico. Así es en toda la obra de Enriqueta Ochoa: al silencio homicida del cielo responde el canto de la tierra; a las urgencias de un Dios desconsolado en su omnipotencia responde la voz como un vaso de fresca agua de la virgen terrestre.

De este modo, al erotismo fulgurante y a la mística en tono mayor se une una presencia cada vez más demandante: la de la Tierra, así, con mayúscula: el planeta Tierra pero también la madre arquetípica, la sustancia de la materia viva, el espacio de manifestación de todo lo fecundo y maternal y femenino. Qué mujer tan grande es la que puede amasar con esto los granos de trigo que son sus palabras, sus versos, y sembrarlos en una parcela que se ha convertido, al buscar respuestas, en un nuevo camino a Eleusis.
Mística, entonces, de la tierra, profeta de las espigas; sacerdotisa de la semilla que penetra y la entraña que se deja iluminar; guardiana de esos misterios en virtud de los cuales los antiguos cantos agrarios arden en un triángulo mágico junto con el oro pequeño de los Cielos y las urgencias de la carne, Enriqueta Ochoa conjura el poder fecundador de la palabra. Es como una danza para traer la lluvia o para propiciar buena cosecha. El acto poético, de una manera literal, estricta y operativa, se convierte en bendición. La poesía bendice el campo de labranza, ahuyenta al invierno y apresura la primavera y la lluvia. La maestra misma lo dice: “Sólo hay una verdad sobre la tierra: la semilla.”

Con cuánto poder ha de entregar sus bendiciones alguien que viene del desierto, que lo ha palpado en sus diferentes colores y perfumes, desde la dura Coahuila hasta el hipnótico Sahara. La poesía de Enriqueta Ochoa está llena de paisajes, de recuerdos de paisajes que una y otra vez se antojan dictados por la misma dialéctica: a las casas “espolvoreadas de azafrán” y a “esa sazón oscura y cálida de cafetal” responde “el árido resplandor del silencio”; a “la llovizna de abril” y “la luz de las jacarandas” contesta “la sal de la llanura”. Jamás se neutralizan ni se vuelven borrosos los dos principios; al contrario: la presencia de cada uno acentúa la intensidad cromática del otro. No pelean: danzan. Se abrazan en ritmos ondulantes como el desierto y silbantes como el viento entre las espigas. El paisaje agostado de Tánger, “antigua carpa de malabarismos”, se ve redimido de su esterilidad con la frescura del verde: “nilo al atardecer”. Es que toda la poesía de Enriqueta Ochoa es una carpa de malabarismos; es parte de su magia y quizá pueda explicarse en función de ese fervor arábigo con que ha andado por el mundo. Porque los árabes, eternos vagabundos del desierto, a dondequiera que construían un edificio ponían en él fuentes y jardines. De la escasez nace el culto de la abundancia; de la sed la gratitud por el agua. No hay amargura tampoco hacia el desierto: es otro amor.

Enriqueta Ochoa era una mujer llena de contrastes: contundente en unas cosas, aérea en otras, daba la impresión de caminar con los ojos en el cielo y los pies en la tierra, aunque esto último no debe servir para ubicarla entre las mujeres con sentido práctico, las ciudadanas. La tierra que ella pisaba era la que guardaba con su canto, la que bendecía, esta Tierra que la ha abrazado ahora, en el día de su partida, y que está muy lejos de la ciudad sin dioses, de la ciudad sin San Isidro, divinidad pluvial a quien la maestra invocó en alguna parte. Esa tierra de sus sueños queda lejos de la colonia Del Valle, donde ella vivía. Quizá se encuentre en algún sitio cerca de Torreón o de Guadalajara o perdida en el Sahara entre las rutas de los camellos. Tal vez desapareció hace mucho, cuando los hombres dejamos de escuchar en las espigas los tambores de la carne.

jueves, agosto 28, 2008

EL TIEMPO DESTROZADO DE AMPARO DÁVILA


Nacida en 1928, Amparo Dávila ha sido tradicionalmente estudiada como parte de la llamada Generación de Medio Siglo (cf. Wigberto Jiménez Moreno) Esto ha tenido el inconveniente que se observa siempre que un escritor es clasificado como parte de un grupo: se enfatizan más sus semejanzas con los otros miembros de la cofradía que sus rasgos individuales. Cuando mucho, estos últimos se comentan como “diferencias” y se analizan con una dependencia excesiva del contexto generacional.

En cierto sentido, estudiar a Medio Siglo como grupo es traicionarlo un poco. Cierto que fue una generación llena de búsquedas y de vacilaciones comunes, de intentos por delimitar un espacio ideológico y una poética narrativa, pero —me atrevería a decir que en todos los casos— esta empresa tuvo finalmente un carácter más individual que colectivo. Su desarrollo determinó la conformación de ciertos estilos y procedimientos literarios que, al oponerse unos a otros, se convirtieron en formas de personalidad notablemente definidas. Paradójicamente, esto permite ahora encontrar con más facilidad sus puntos de contacto y, al hacerlo, estimula entre los estudiosos la moda a la que me he referido arriba.

Es cierto: son comunes a toda la generación las características más visibles de la narrativa de Amparo Dávila: su insaciable curiosidad técnica y su fascinación por lo insólito, los personajes misteriosos y las situaciones límite. Cierto también que, al igual que sus coetáneos, parece haber tenido como regla personal dominar esa unidad de efecto que Poe estimaba por encima de cualquier otra virtud literaria. Sin embargo, las bases de la autonomía de cada uno de ellos han de verse más allá de las diferencias de grado.

De las lecciones que la obra de Amparo Dávila tiene que ofrecernos, una de las más importantes es su absoluta vocación de cuentista. En su bibliografía hay seis títulos: tres de poesía (Salmos bajo la luna, 1950; Perfil de soledades, 1954; y Meditaciones a la orilla del sueño, 1954) y tres de cuentos (Tiempo destrozado, 1959; Música concreta, 1964; y Árboles petrificados, 1977). A los veintidós años publicó su primer libro y a los veintiséis vio salir de la imprenta el último de poesía. Cinco años le llevó madurar la que sería acaso la decisión más importante de su vida literaria: la de dedicarse al cuento. Una vez consagrada a este género, Amparo Dávila parece haber dejado atrás toda vacilación, toda distracción. Convirtió la ficción breve en un fin en sí misma, no —como sucede muchas veces— en un medio, en una especie de disciplina preparatoria para llegar a la novela. Al asumir así esta vocación genérica, comprometió todos sus recursos literarios en un desarrollo de la obra hacia adentro de sí misma. Al mismo tiempo, la tensión necesaria a cualquier proyecto creativo de envergadura se conseguía gracias a la fuerza centrífuga de la exploración técnica. Dicho de otro modo, al renunciar a cualquier devaneo literario con otros géneros, Amparo Dávila sometió al cuento a una presión tremenda que acabó por reventar sus moldes, tanto los tradicionales como los que la autora misma fue construyendo para luego volver a rebasarlos. De ahí la audacia formal que se revela en el seguimiento cronológico de su obra: ningún cuento de Amparo Dávila reensaya una receta ya explorada en otro. Su evolución formal sigue una línea ininterrumpida, casi díría carrera febril, desde un relato impecablemente canónico como “El huésped” hasta el delirante y autárquico universo narrativo de “Árboles petrificados”.

Decía William Faulkner que el escritor debía vivir coqueteando con el fracaso, intentando hacer algo superior a sus fuerzas, algo que no hubiera logrado ya con éxito. Este buscador profesional de riesgos literarios, este insaciable aventurero, se opone al literato altamente rentable y mercadológicamente ideal que encuentra una receta afortunada y no hace en el resto de su carrera más que ajustar, de obra en obra, detalles mínimos.

Acaso esto explicaría el relativamente bajo éxito comercial de los libros de Amparo Dávila. Sus lectores se ven forzados a aprender a leerla en cada relato. No existe un código —o este no es visible en una lectura superficial— aplicable a toda la obra. Se trata de una escritora enormemente compleja y —así lo demuestran relatos como “Tiempo destrozado” o “El patio cuadrado”— esto no se deba únicamente a sus pirotecnias experimentales, sino también a la intrincada simbología de su mundo ficcional, del cual la angustia técnica es un reflejo inevitable. No es el artificio como fin en sí mismo ni como juego de ilusionismo destinado a impresionar a los críticos: se trata de la expresión orgánica e insoslayable de una percepción obsesiva de la realidad. Esta organicidad, esta decisión —tomada desde las bases mismas de la vocación literaria— de hacer de la letra sangre, tan rara en los escritores de ambos sexos y de cualquier generación, es una de las cualidades que hacen la obra de Amparo Dávila extraordinariamente viva. Fondo y forma son en ella una sola cosa, y si la forma resulta audaz es porque en el fondo hay una apasionada apuesta personal. Si la forma parece enroscarse sobre sí misma, contraerse en un espacio agobiado y claustrofóbico es porque el fondo se encuentra sometido a la intensa presión de sus discordancias con la realidad real. Entre otras cosas, esto podría explicar el énfasis en lo “fantástico” que la crítica ha observado con insistencia en la obra de esta escritora.

Ciertamente, lo fantástico —materia a simple vista central en sus tres libros de cuentos— se convierte en un instrumento estético cuyo objetivo es poner en duda lo real de la realidad. Lo fantástico deja de ser, así, un conjunto de recursos destinados a producir ese efecto del que hablaba Edgar Poe y se convierte en un estado permanente de percepción del mundo, en ese “estado intermedio entre la pesadilla y la vigilia”, del que habla Martha Robles (cf. Martha Robles, “Amparo Dávila”, en La sombra fugitiva. Escritoras en la cultura nacional). En los cuentos de Amparo Dávila, no es lo insólito lo que invade el territorio de lo real cotidiano, sino que ocurre un fenómeno inverso: habitamos un oscuro mundo desquiciado que a veces —sólo a veces— nos sorprende con fugaces momentos de cordura. Los personajes —Tina Reyes, la señorita Julia, Angelina, Griselda— hurtan sus pasos por los laberintos de este mundo que no parece ser el suyo, pero al cual finalmente se han adaptado de una manera perversa.

La obra de Amparo Dávila es “moderna” en el sentido más estricto de la palabra. Al llevar a sus personajes de la provincia a la ciudad, ilustra el proceso de inmersión de una conciencia de por sí lábil en un espacio enajenado, emocionalmente inerte y lleno de densidades simbólicas. En la casa provinciana, los personajes poseen todavía un centro de fuerza, un eje vertical en torno del cual pueden sostenerse ante la invasión de lo caótico. La narradora-protagonista de “El huésped” es capaz de devolver a su mundo la coherencia momentáneamente resquebrajada. En la ciudad, en cambio, como en una especie de cirugía sin anestesia, los personajes ven el proceso de desintegración de sus propias defensas. Esta lucidez hace más terrible la pesadilla. Lo que vulnera a Tina Reyes es la ciudad entera, el espacio urbano y nocturno constelado por la atroz mitología de los periódicos de nota roja. Se trata de un enemigo múltiple y ubicuo, capaz de tomar cualquier disfraz, incluso el de la amabilidad, el de la galantería. Sobre todo ese. Los signos son equívocos y el lenguaje no revela la realidad sino la oculta; se convierte en un elemento aislante más. Todo tiene otro sentido, todo dice otra cosa. Una realidad amenazante existe paralelamente a la realidad cotidiana. Tina Reyes sube al camión que debe llevarla a su casa, pero luego se da cuenta de que se ha equivocado. Como en la visión de Franz Kafka, al perder su centro, una parte de sí misma se ha convertido en cómplice del mundo en contra de sí misma. Y esta escisión —representada por la ausencia de ese elemento integrador de la escritura que es la puntuación— adquiere las proporciones de la fatalidad:


Ella había cruzado el umbral de su destino había traspuesto la puerta de un sórdido cuarto de hotel y se precipitaba corriendo calle abajo en frenética carrera desesperada chocando con las gentes tropezando con todos como cuerpos a solas a oscuras que se encuentran se entrecruzan se juntan se separan se vuelven a juntar jadeantes voraces insaciables poseyendo y poseídos bajando y subiendo cabalgando en carrera ciega hasta el final de un desplome un caer de golpe en la nada fuera del tiempo y del espacio. (3Amparo Dávila, “Tina Reyes”, en Tiempo destrozado y música concreta. México, F.C.E., 1978. Pp. 211-227 (Colección Popular 174).

El agente externo es sólo un elemento disparador. En el fondo de la angustia se encuentra el tiempo destrozado, el tiempo cúbico, el tiempo simultáneo que es el verdadero protagonista de las más notables expresiones de la cultura moderna, desde “El hombre de la multitud”, de Edgar Allan Poe hasta La tierra baldía, de T.S. Eliot; Las olas, de Virginia Woolf; la pintura cubista y el ensamblaje cinematográfico de secuencias discontinuas. Desde luego, Amparo Dávila no fue la única narradora de Medio Siglo que incorporó la conciencia moderna a su producción narrativa. De otro modo, con diferentes recursos y a partir de visiones igualmente personales, también lo hicieron Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Juan García Ponce y otros. Pero, si nos mantenemos dentro de los límites del cuento como género, no podría pensar en una obra más moderna que la suya. Y, en el conjunto de toda la producción literaria de Medio Siglo, destaca por su desgarramiento y su poder perturbador.

sábado, junio 28, 2008

Diarios del Infierno

No me interesa el arte por el arte ni la técnica por la técnica, mucho menos la moda por la moda. Los autores y obras que admiro son aquellos que pueden enseñarme algo sobre el ser humano: sus pasiones, sus miedos, su poder o su impotencia, sus límites. Sobre todo sus límites. ¿Hasta dónde podemos decidir, hasta dónde podemos soportar, hasta dónde estamos dispuestos a llegar por algo o por alguien? ¿Hasta dónde somos dueños de nuestra vida?

En este sentido, un tema que me parece fascinante es el del dolor, no sólo por sus implicaciones teológicas, metafísicas y éticas, sino también como un hecho fundamental de la experiencia humana. Han dicho los científicos que el dolor juega un papel en los mecanismos de autodefensa del organismo viviente. Nos indica que algo está amenazando nuestra vida. Se habla también de umbrales de tolerancia. Los médicos y los torturadores saben que, pasado cierto límite, la conciencia se bloquea y deja de registrar el estímulo nervioso. Pero, ¿qué pasa con el dolor psicológico? A mí me parece que con éste sucede algo semejante a los récords olímpicos: cada vez que nos enteramos de un caso extremo, cada vez que contemplando cierta expresión del mismo, pensamos que ya no es posible sufrir más, viene una nueva historia a demostrarnos que aún se puede ir más lejos. Los umbrales del dolor psicológico parecen ser insondablemente más elásticos que los del físico. Y muchos de los documentos más reveladores —y más atroces— que tenemos sobre esto provienen del arte. Cuánto no hemos aprendido leyendo a Dostoyevsky, a Kafka, a César Vallejo, a André Malreaux, o mirando los cuadros de Edward Münch o de Frida Kahlo.

Llego a estas reflexiones luego de una discusión con una amiga acerca de la obra del gran escritor húngaro Géza Csáth. Su verdadero nombre era József Brenner. Nació en 1887 y murió en 1919. Además de escritor era violinista y crítico y teórico musical, aunque la profesión de la cual vivía era la de psiquiatra. Como tal, trabajó un tiempo en el Hospital Psiquiátrico de Moravcsik en esa época en que los métodos de tratamiento de los enfermos mentales tenían aún mucho de medievales: baños de agua fría, inmersiones, jaulas, choques eléctricos, etcétera. En ese lugar Csáth comenzó a interesarse, como médico y como artista, en los efectos de ciertas drogas, particularmente la morfina. Pronto se volvió adicto. De su experiencia en ese infierno surgió la que podría considerarse su obra mayor: Diario de una enferma mental. Llevada magistralmente al cine por el director János Szász, con el título de Opium, cuenta la historia de Giselle, una interna que se cree poseída por el Demonio y cuya locura se manifiesta como una necesidad compulsiva de escribir. En los más de diez años que lleva en el manicomio ha llenado gruesos y numerosos volúmenes en los que vuelve una y otra vez sobre la historia de cómo el Maligno entró en ella. Y cuando el director de la institución prohíbe que se le dé papel, empieza a escribir en las paredes. Seducida por un psiquiatra opiómano —personaje autobiográfico—, Giselle logra vislumbrar una pequeña ventana abierta hacia la vida: el amor. Pero esta ventana se cierra casi inmediatamente hundiendo a la enferma en un abismo definitivo.

Muy semejante a esta historia, aunque con más elementos tomados directamente de su experiencia personal y más énfasis en su otra adicción, la adicción al sexo, la segunda gran obra de Csáth es su Diario.

Más que un artista, Géza Csáth fue un visionario en una línea que va hasta Orfeo y pasa por Dante, Rimbaud, Baudelaire. Ciertamente, el gran escritor maldito de las letras húngaras encarna una vez más el arquetipo del hombre que fue al Infierno y vio y regresó a la tierra para contar lo que había visto. Su obra, tanto en los dos diarios como en su libro de relatos (Cuentos que acaban mal, en la traducción española) explora los límites humanos: ¿Hasta dónde es posible sufrir? ¿Hasta dónde es posible hacer sufrir a otros? El dolor, la crueldad, el sadismo, la desesperación, la adicción, la violación, el estupro, el abandono, el fratricidio... todos estos temas se encuentran presentes en la obra de este autor considerado “dark” por la crítica moderna, este autor que acabó internado en un manicomio, asesinando a sus esposa y luego suicidándose. Terrible final para un hombre que fue músico precozmente dotado (empezó a tocar el violín desde niño), crítico iluminado (fue de los primeros en reconocer el talento de Bartók y Kodály), médico eminente, seductor compulsivo e implacable explorador de las profundidades humanas.