viernes, noviembre 02, 2012

Dos novelas de Javier Sicilia

El bautista. Xalapa, Universidad Veracruzana, 1991. 241 pp. (Ficción).


“Aquella mañana Juan partió al desierto. Hacía meses que el espíritu de Dios lo empujaba hacia ahí. Pero Juan se había resistido con todo su corazón, con toda su alma y toda su mente”.

Así empieza El bautista, primera novela de Javier Sicilia. En ella, el autor explora conflictos interiores: las dudas y los instantes de rebeldía o de arrebatada fe por medio de los cuales el protagonista, Juan el Precursor, fue arrastrando su tarea hasta cumplirla cabalmente. Como en toda obra de carácter histórico, biográfico o hagiográfico, el lector puede adelantarse más o menos al desenlace. Aun antes de abrir el libro sospechamos que terminará con la decapitación del Bautista, según se refiere en los Evangelios, principalmente en los de Mateo y Marcos (Mt. 14:1 y Mc. 6:14). La novela, entonces, no podía crecer en la dirección de la intriga; tenía que hacerlo hacia adentro, aprovechando los huecos que dejan las Escrituras. Lejos de limitarlo, este hecho le permite a Sicilia desarrollarse en lo que sabe hacer. Porque parece evidente que tiene más de poeta que de narrador. La alianza establecida resulta, pues, inteligente: la Biblia pone el hilo anecdótico; él se encarga de tejerlo. Por supuesto, el asunto no es tan radical: hay de parte de Sicilia mucho trabajo narrativo, sólo que lo principal ya está dado. Hay que ver los resultados.

En primer lugar, salta a la vista que el oficio poético del autor domina sobre el narrativo. Me explico: hay imágenes en El bautista que obedecen más a la lógica de la elaboración onírica que a las reglas de la precisión referencial: “Juan, como todos los hombres de Judea, entraba en su habitación, se tendía en su jergón y aguzaba el oído”. Cito este ejemplo porque la generalización propuesta me parece excesiva: es una imagen onírica, o si se quiere poética, la de todos los hombres de Judea tendidos en su jergón y aguzando el oído. Por otra parte, los personajes se presentan, de manera poco convincente, como tipos demasiado puros, caracterizables en una palabra o dos; son megáfonos de verdades eternas. Esta última condición explica que el análisis de los procesos interiores llegue a pesar demasiado y le reste agilidad a la narrativa, que en general es lenta.

No quiero dar a estos detalles un peso tal que parezca que, en mi lectura, demeritan la obra en conjunto. El bautista es una novela llena de claroscuros, de oposiciones, de paradojas que reproducen efectivamente el conflicto abordado. Semejantes recursos nos hacen concebir a Juan como un hombre cuyo tránsito progresa permanentemente al borde de algo, rodeado por la oscuridad que acompaña la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo. La palabra oscuridad y sus sinónimos y formas adjetivales aparecen muchísimas veces en la novela. Ya cerca del final comenzamos a sospechar que es en la oscuridad del mundo soñado donde se encuentra la luz del libro. La iluminación no se da sino en medio de la oscuridad; fuera de las tinieblas, en el mundo del día aparente, la divinidad permanece muda e insondable. El silencio de Dios es el umbral de su presencia. La lectura nos sugiere, de hecho, que Juan encontró a Dios desde el momento en que sintió su ausencia y decidió buscarlo. Estas consideraciones merecen detenimiento. La sabiduría que Javier Sicilia pone en boca de sus personajes tiene el sello de Israel, pero, extratextualmente, me aventuro a sospechar detrás de ella lecturas amplias en el campo de las religiones comparadas, de los gnósticos y los neoplatónicos al zen y, por supuesto, los Padres de la Iglesia.

Las teofanías de Juan, cuando son directas y no tienen lugar dentro de la visión franciscana que tiñe gran parte del libro, asumen el carácter terrible de la cratofanía: el choque contundente que abate a quien roza, así sea por un segundo, los circuitos de poder elemental del cosmos: “No se puede permanecer mucho tiempo mirando a Dios sin ser destruido”.

Paso a explicar el título de esta nota. En algún momento, Juan es comparado por su madre, Isabel, con Jacob. Pero si la lucha de aquél contra el ángel se relata en términos de combate físico (Génesis 32:25), la de Juan contra Yahvé se libra todo el tiempo como una contienda de voluntades: se trata del conflicto pagano entre el destino y la libertad. Es en este sentido que veo en Juan menos de Jacob que de Eneas. Repetidas veces Juan intenta ocultarse de la gracia de Dios como el héroe de Virgilio huía de la ira de Juno. Los dos son precursores: preceden a una figura fundadora, le allanan el camino. Y luego, así como Eneas lleva en su brazo de aventurero la historia de Roma, así Juan es portador de la memoria de la Iglesia. Se trata de ese juego entre tiempo y eternidad que Rubén Bonifaz Nuño observó en la obra de Virgilio.

Un ejemplo de ello se encuentra en las visiones que tiene Juan después de su lucha más decisiva. Se trata de visiones prolépticas que él no comprende en ese momento, pero que funcionan como la memoria de la tradición. Juan ve su propia cabeza servida en un platón, ve al maestro Jesús orando en el Monte de los Olivos, y no podemos dejar de recordar que, también en una visión, le fueron revelados a Eneas su destino y la historia romana.

En alguna parte, Sicilia hace coincidir, en una sola escena y de la manera más luminosa, dos dogmas de la Iglesia Católica: es durante la concepción cuando se revela a María, “una virgen joven, pobre y desconocida”, el misterio de la Santísima Trinidad: “Fue el triple temor del amor: una llama de fuego penetrando por mi oído, un batir de alas sonando por la estancia, y el miedo de los miedos: pensar que llevaría el cielo en mis entrañas”.

Hay otros aspectos en la novela que me parece necesario destacar. En The Marriage of Heaven and Hell, William Blake dice que el cuerpo es la parte visible del alma. Sicilia pone en boca de Jesús palabras que lo recuerdan casi textualmente: “el cuerpo es una extensión del alma”. Efectivamente, la aproximación de Juan a Dios es a través de los sentidos, las meditaciones a que invita el amor de María Magdalena y la celebración que el poeta hace de la naturaleza. Todo esto cumple con una función: la de devolver al cuerpo la dignidad cristiana que —supongo— alguna vez tuvo.

Con resultados semejantes de recuperación sensorial, Sicilia recurre constantemente a una figura retórica: el símil. Podría dar de ello muchos ejemplos, que abundan en el libro, pero basta uno: “sus labios son rojos como el grito que abate al enemigo, más rojos que las patas de las palomas y que los tobillos de los hombres cuando vuelven del lagar”.

Otra cosa que hace crecer la novela es una serie de anécdotas que, cercanas a las parábolas del Nuevo Testamento, escenifican vívidamente las tesis del autor. Estas anécdotas son por demás convincentes: parecen forjadas de verdad en el austero yunque de la leyenda.

Por último, objeto de un estudio interesante sería la constitución libidinal de Juan, así como lo presenta la novela: un hombre que renuncia a la mujer para ser “devorado” por el Padre. A lo largo de su camino de perfección, el protagonista traza la crónica de su búsqueda del látigo de Dios, el cual encuentra finalmente en la figura crística. En este sentido, resulta sugerente la escena donde lucha contra el ángel, y especialmente sugerentes parecen estas palabras: “... y tomándolo por el cuello lo tendió contra el piso”.



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Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. México, Fondo de Cultura Económica, 2001. 512 pp. (Vida y pensamiento de México)


En su famoso “Prefacio”, que con toda probabilidad es la obra teórica más importante que se ha escrito sobre el arte de la biografía, Lytton Strachey hace una observación fundamental que separa al biógrafo del novelista. Considera que narrar de manera escrupulosa no es el mejor método para quien desea explorar la arqueología de una vida. La pureza del trazo narrativo puede ser una virtud en el novelista, que trabaja con personajes traídos a la luz desde las tinieblas de su mundo interior, pero el biógrafo —dice Strachey— “si es sabio adoptará una estrategia más sutil. Atacará su tema en lugares inesperados; lo abordará por los flancos o la retaguardia; dirigirá un repentino y revelador haz de luz en dirección a un oscuro lugar que ha pasado inadvertido hasta ahora”.

Ignoro si Javier Sicilia tenía en mente estas recomendaciones cuando escribió Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo. Lo que sí puedo decir es que el método con el que parece haber construido su biografía coincide con ellas de una manera puntual.

En efecto, manteniéndose dentro de la mejor tradición biográfica, Sicilia ha pergeñado su libro independientemente del estilo novelado que está de moda entre quienes escriben biografías. Su personaje es elusivo, misterioso, a veces contradictorio; él lo sabe y se detiene respetuosamente ahí donde el biógrafo novelista no habría tenido escrúpulos en llenar los huecos con su poder de invención. El resultado de este procedimiento es una obra más o menos ordenada, más o menos fragmentaria, como suelen serlo las vidas humanas; una obra donde los pasajes narrativos se entretejen con reflexiones de orden ensayístico e incluso didáctico, comentarios al margen, observaciones personales y hasta algunas bromas a costa de los personajes. Las fuentes de estas acotaciones tienen diversos orígenes: la filosofía, la teología, la historia de la Iglesia, la historia nacional, el psicoanálisis, la propia existencia.

Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, cuenta la vida de esta mística mexicana, a quien Sicilia pone a la altura de Santa Teresa de Jesús y Santa Teresita de Liesieux. Abarca desde la historia de los bisabuelos, muchos años antes del nacimiento de la protagonista, en 1862, hasta el momento de su muerte, en 1937. Años coyunturales fueron los que le tocaron vivir a Concha, como el autor la llama cariñosamente. La guerra contra los franceses, los conflictos entre liberales y conservadores, la Revolución, las luchas posrevolucionarias, la revuelta cristera, el maximato y el cardenismo pasan rápidamente por estas páginas, un poco de soslayo. A Concha, como se dice en alguna parte, lo único que le interesaba era Dios. Mujer devota por tradición familiar, niña que jugaba a ser santa, adolescente enamorada de Cristo, esposa y madre, la señora de Armida se supo desde siempre llamada hacia la cruz, símbolo que con ella alcanzaría una realidad y una fuerza de manifestación plenas y renovadas. Y todo esto sin hacer a un lado su destino en la tierra. De ahí que Sicilia la considere una mística revolucionaria, como Teresa de Lisieux. El mérito de Concha, su aportación genial a la historia del ascetismo cristiano, radica en que logró sacar la mística de los conventos y llevarla a la vida secular. Demostró que una mujer no necesita vivir encerrada para ser santa, y que los deberes de atender una casa no son un estorbo cuando se ha decidido seguir un camino espiritual. Innovadora inconsciente de su mérito, la señora de Armida tuvo siempre una (a veces no tan secreta) envidia hacia las monjas: ellas eran a sus ojos las esposas legítimas. Vírgenes consagradas al Señor, podían reclamar el derecho de llamarse así. Concha, en cambio, para quien la condición de mujer con obligaciones conyugales parece haber sido siempre un martirio y una mancha, se sentía menos que ellas, se sentía la amante. De ahí el título del libro.

No tiene mucho caso entrar en detalles. La vida que ha estudiado para nosotros Javier Sicilia, tal como él la cuenta, es una vida intensa, activa y contemplativa (admirable síntesis) al mismo tiempo. “La santidad no niega lo humano —dice el autor—, lo lleva a su plenitud”. En efecto, paralelamente a las interminables gestiones que formaron la vida pública de Concha, asistimos al desarrollo y a la realización plena de su vida mística. Ninguna parece ser más importante que la otra. De la primera se desprendió un vasto apostolado que aún hoy abarca a muchas personas e instituciones católicas; de la segunda, surgió un camino de crecimiento interior, de entrega y renuncia, que logró integrar el Cielo y la Tierra y debió pasar por todas las etapas (al parecer ya bien definidas) de una ascensión, con los primeros encuentros, las pruebas, el matrimonio en el espíritu, la transverberación, la encarnación mística y el abandono último y total al Amado.

Sólo hay que tener en cuenta algunas cosas al leer el libro. 1) Javier Sicilia no es biógrafo ni historiador de profesión: es poeta. 2) Javier Sicilia no es alguien que esté escribiendo sobre un personaje desde fuera de su contexto ideológico (como lo hizo, por ejemplo, Álvaro Ruiz Abreu con José Revueltas); por el contrario, escribe desde dentro; es un investigador católico escribiendo sobre una heroína católica.

Luego de estas consideraciones, es comprensible que Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, parezca un libro escrito con más buena fe que objetividad. Ya sé. Se me dirá que la objetividad es sabidamente imposible y que la escritura de una biografía es siempre el diálogo de dos subjetividades. Sin embargo, es evidente que hay quienes logran (o quienes pretenden) crear una ilusión de objetividad. El mismo Sicilia ha demostrado antes (en El bautista y en El reflejo de lo oscuro) que puede hacerlo. Éste no es el caso ahora. Ahora las costuras se ven demasiado y los momentos en que esto sucede son varios. Si vamos a ser justos, por ejemplo, habría que decir que la condenación a la sexualidad no es directamente “hija del neoplatonismo”, como Sicilia la llama, sino de manera mediata, a través de la Iglesia Católica, que mucho de neoplatonismo le ha inculcado a la gente, aun si en sus dogmas lo rechaza. Como si la gente mocha fuera lectora de filosofía. Nieta del neoplatonismo e hija de la Iglesia es, siendo más estrictos en esto de las filiaciones, la condenación a la sexualidad. Semejante parcialidad es visible en otras partes, con otros temas, y no tiene caso ahondar en ello para quitarle mérito literario a una obra cuyo objetivo va más allá de lo literario. El autor mismo, previendo nuestras objeciones, se ha adelantado a ellas: “Javier Sicilia, dirán, está lleno de beaterías. No lo voy a discutir. Para los ideologizados mis razones son otro campo de lo ideológico, pero trasnochado”. No veo ningún acierto intelectual, pues, en tratar de coger en falta un libro que con admirable honestidad se declara ya en falta.

Por ahí hubiera empezado, dirán algunos lectores tal vez desilusionados. Es que, a diferencia de El bautista y de El reflejo de lo oscuro, Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo no parece haber sido pensada como una obra esencialmente literaria. Es más bien un documento, no sólo para la historia del catolicismo en México, sino, sobre todo, para el conocimiento del alma humana y de los misteriosos procesos que pueden llevarla a rebasarse. El estilo es muy sencillo y claramente (yo diría deliberadamente) menos cuidado que el de las obras anteriores del autor. Como si Sicilia no quisiera que la belleza del adorno distrajera al lector de lo principal. Los recursos narrativos son primarios, toscos, como si en un acto de ejemplar modestia el autor nos hiciera recordar que, cuando se escribe una biografía, debe lucir el personaje biografiado, no el que lo presenta.

Sin embargo, estoy seguro de que muchos lectores (yo entre ellos, lo confieso) no se acercarán al libro porque les interese la vida de Concepción Cabrera, de quien tal vez no sepan nada, sino porque les interesa el poeta Javier Sicilia. Y aquí es donde resulta relevante la consideración de que el libro está escrito con más buena fe que objetividad. Y aquí es donde se hace necesario recordar que el autor es, en primer lugar, poeta. A su pesar, esta obra, más que revelarnos a Concepción Cabrera, nos revela al mismo Javier Sicilia. Y vaya que nos dice de él mucho más de lo que pudieron decirnos sus libros anteriores. No sólo es una especie de mapa ideológico útil a la hora de transitar por La presencia desierta, El reflejo de lo oscuro o El bautista, ya que de manera explícita expone las ideas del poeta acerca de la iglesia, la santidad, la penitencia, la carne y el cuerpo, el pecado, la Encarnación y la Gracia, sino también nos permite asomarnos a una infinidad de detalles tal vez triviales, tal vez meros chismes, pero que van construyendo el semblante posible de uno de nuestros escritores más interesantes.

En efecto, aquellos más interesados en el escritor que en su personaje, tendrán que reconocer que, gracias a las 512 página de Concepción Cabrera de Armida, la amante de Cristo, sabemos que Javier Sicilia tiene ancestros llegados de España, que su padre contaba chistes, que oye a Chabuca Granda y a John Lennon y a éste último lo llama “maestro”; que Los puentes de Madison le parece “la mejor película que ha dirigido y actuado Clint Eastwood”, y en cambio la televisión se le hace un “ojo obsceno e inhumano”; sabemos cuáles son sus iglesias favoritas; entendemos que para él el sexo es maravilloso y probablemente santo; que es amigo de Ignacio Solares y que a éste le gustan las mujeres gorditas, que la basílica de Guadalupe le parece una “espantosa carpa de circo”, que los “dramones” de Ninón Sevilla le encantan y que habla un inglés de “acapulqueño de playa”.

A mí me interesa mucho este escritor y por eso he reparado en estos detalles y en cuanto ellos pueden revelar acerca de la obra. Pero también, ahora, ha comenzado a interesarme la vida de Concha. Javier Sicilia me la presentó en su libro y me cayó bien. Y creo que la Iglesia debería darle a su mejor autor vivo una beca vitalicia en consideración a lo mucho que ha hecho por levantar su imagen.

martes, abril 24, 2012

Nostalgia por los monstruos

En la memoria infantil de todo humano adulto hay nostalgia por los monstruos. Para el niño, como para el hombre primitivo, la monstruosidad puede ser el lenguaje de lo sagrado. Acaso un ser horrible, deforme, repugnante, represente una letra en el alfabeto de la Creación que aún no hemos descifrado. Acaso tenga algo que decirnos acerca de nosotros mismos o de algún mundo lejano al que, de alguna manera desconocida, estamos vinculados. Esta sospecha se presenta al niño y al salvaje con la misma fuerza, manifestándose en sus sueños, en sus fantasías de vigilia, en sus creaciones. Langostas con rostro humano, dragones de múltiples cabezas, serpientes gigantes, humanos cubiertos de vello, machos cabríos erguidos, niños con dos cabezas, mujeres barbadas o reptílicas, embarazos diabólicos, gárgolas vivientes, leprosos risueños, ogresas maternales, malvados con cuernos o cola o patas de cabra o de gallo, siameses enloquecidos, arañas gigantes, vaginas dentadas, garras y colmillos, escrófulas, sarcomas, llagas, espantapájaros, hombres-lobo, hombres-tigre... todos estos son los seres que visitan nuestros sueños o nos acechan en los rincones oscuros de las casas viejas, en los panteones, a la orilla del río cuando empieza a oscurecer, en lo profundo del bosque cuando hay luna llena.


Y luego, ese teatro del horror que son las tradiciones populares se encarga de mantener viva y alimentar esta fascinación. Ciertamente, la cultura mexicana, entre todas, se caracteriza desde sus orígenes prehispánicos por una fina sensibilidad hacia lo monstruoso. Basta ver a los dioses aztecas: seres que no podrían llamarse ni humanos ni animales, adornados con serpientes y cráneos, despedazados, desollados, armados de grandes colmillos, sedientos de sangre. Y no sólo en esta clase de monstruosidad —que acaba por ser atractiva en virtud del horror que genera— se complacían nuestros abuelos de Tenochtitlán. También les gustaba mirar lo monstruoso en cuanto esto tenía de compadecible o simplemente de raro. Prueba de ello lo fue el célebre zoológico de Moctezuma, en donde se mantenían para su exhibición pública enfermos de bocio, albinos, enanos, jorobados, cojos, obesos... El Diccionario de la Academia define monstruo como una “producción contra el orden regular de la naturaleza”, de acuerdo con lo cual lo angélico, la belleza extrema sería también monstruosa. Pero adelante proporciona otra acepción: “lo extremadamente feo”.

Hay grados, entonces, de monstruosidad, dependiendo del horror al cuerpo que un individuo o una sociedad experimente a nivel inconsciente.

En México, decía, nuestra relación con lo horrible tiene siempre la ambigüedad de la atracción-repulsión. ¿Quién no ha querido ver esa niña —ya asociada a las novelas de García Márquez— que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres? ¿Quién no ha entrado en una feria, por lo menos una vez, a la carpa de los fenómenos? Seres —a veces en su tierna infancia— que, colocados en otra situación deberían inspirarnos piedad cristiana, están ahí para que los observemos sin ningún pudor, sin ninguna clase de represión moral. Y a nadie se le ocurre discutir que en un circo es totalmente legítimo reírse de los enanos ridiculizados o mirar a los ojos, con franca y limpia repugnancia, a la mujer barbona. A los mexicanos nos dan curiosidad los monstruos, cualquier monstruo: los de las películas del Santo, o el chupacabras, o aquellos que se han ganado a pulso el derecho de ser llamados así: los infanticidas, los violadores de sus hijas, los que matan a su abuela para quedarse con una miserable herencia.

Con el tiempo, a medida que nos volvemos adultos, se nos enseña a ver este interés como algo enfermo. Lo olvidamos —creemos olvidarlo—, lo reprimimos, exorcisamos nuestro horror al cuerpo y a la carne hundiéndonos en ellos. Nos bañamos, cubrimos nuestro cuerpo, escondemos sus secreciones y sus malos olores, vamos al gimnasio... Sólo unos cuantos, los más sinceros, seguimos complaciéndonos en el humus. Compramos de vez en cuando, para leerlo a solas porque nadie nos comprende, el Alarma o el Semanario de lo insólito. Nos fascinan esas historias de los bebés que nacieron pegados por la cabeza, de la mujer que pesa trescientos kilos, del anciano al que le crece la piel... descubrimos que se llama “teratología” al estudio de las deformidades humanas; este descubrimiento nos abre un mundo de lecturas y nos levanta el ánimo: quiere decir que esa afición enferma es una ciencia, un campo legítimo del conocimiento y no sólo un hobby de pervertidos. Con más confianza, entramos a la página de internet donde personas con amputaciones se exhiben desnudas.

En el fondo se trata de una postura romántica. El hombre romántico estaba obsesionado por la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su nacimiento. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven tocada por la muerte en la flor de la vida.

En efecto, las mentes más elevadas de la promoción romántica se dejaron atrapar por medusas de barriada. Dickens y Dostoievsky, seducidos por jóvenes prostitutas cuyo cuerpo lleno de infecciones relataba en terribles silencios la historia del Támesis o del Neva: aguas que nacieron cristalinas en la montaña, cayeron hacia la gran ciudad industrial y ahí se precipitaron bramando por las cloacas. Baudelaire, en este mismo tenor, escribió dos grandes poemas: “Una noche, junto a una espantosa judía” y “A una mendiga pelirroja”. Coleridge, uno de los primeros maestros del horror moderno, concibió de la noche romántica y del opio a “Christabel”, demonio femenino que debe seducir a los inocentes para que ellos sean la puerta por la cual entre al mundo: vampiresa y súcubo. Como ella, hay muchos otros personajes. Françoise Duvignaud ha estudiado con profundidad a la mayoría de ellos: la Lamashtu, Gorgona, la Madre Devoradora, Aisha Kandisha, las Sirenas, Vampirella, Circe, Caribdis, las Gorgonas (Esteno, Euriale y Medusa), las Amazonas, los Empusas (espectros de Hécate), Las Erinias, Furias o Euménides. Todas ellas forman el “terror seductor.”

Sin embargo, como decía, también quiero hablar de los otros monstruos, no sólo de las horrendas seductoras, no sólo de las que tientan al paseante con sus bellísimos senos envenenados. En el Fausto de Goethe aparecen las Fórcidas o Forcíadas, hijas de Forcis. “Se las denomina también Greas (viejas) porque nacieron con cabellos blancos. Eran en número de tres: Enio, Pefredo y Dino. Su fealdad era extremada, y entre todas no tenían más que un ojo y un diente disforme, como de caballo, de los cuales se servían ellas alternativamente. Vivían en los confines de la tierra, lejos de la vista del sol y de la luna.”

Y en su versión del cuento del Grial, Chrétien de Troyes habla de una Doncella Monstruosa:

Jamás hubo nada tan absolutamente feo ni en el mismo infierno. Nunca habéis visto hierro tan oscuro como ennegrecidos estaban su cuello y sus manos, y esto aún era lo de menos al lado de sus otras fealdades, pues sus ojos eran dos agujeros pequeños como ojos de rata. Su nariz era de mono o de gato, sus labios de asno o de buey, y sus dientes parecían más bien de huevo, tan rojizo era su color, y tenía barbas como un buco. En medio del pecho tenía una jiba y por detrás la espina dorsal parecía un bastón ganchudo.

Estos son los casos que menos esplendor tienen en la historia literaria, no la romántica fealdad medúsea, la fealdad seductora de la que han escrito Mario Praz, Françoise Divignaud y J. Delumeau, sino esa otra condición desamparada, desangelada: la fealdad de los pobres monstruos que no asustan a nadie.

“Pipistrella”, le decían en Italia y en Buenos Aires a esa vampiresa de peluche cuya fealdad está tan lejos de las fantasías voluptuosas de Bram Stoker como un Halloween de colegio de una Noche de Walpurgis. Dice Duvignaud que Ulises les tapó los oídos a sus marineros por puro egoísmo: para ser el único que disfrutara del horror. Nadie haría esto con la pobre fea, pero ella también tiene su prosapia, su historia literaria. En el siglo XVII —siglo de monstruosidades, lo llama Praz—, el gran poeta Alessandro Adimari escribió una serie de piezas maestras relacionadas con la fealdad femenina: poemas a la bella pecosa, la pequeña judía bizca, la bella calva, la bella esquelética, la leprosa, la linda jorobada. Y en el mismo siglo hubo quien cantara a hermosas mendigas, ancianas seductoras, negras fascinantes y cortesanas humilladas. Por su parte, recuerda Praz, Achillini le escribió un soneto a una hermosa epiléptica.

En la época moderna, los ejemplos han escaseado pero la tradición sobrevive. La pobre fealdad, a diferencia de la belleza medúsea, no se ubica fácilmente en lo trágico o épico. Su efecto es más bien patético y por lo tanto su territorio es el melodrama, esa tragedia de los pobres que, tratando de adaptar a su gusto a los grandes héroes, ha creado figuras pequeñas e inolvidables. En todo gran drama de barriada hay una fea, una puta, un ladrón y un ángel. Y como los cantos populares suelen desarrollarse como un producto cristalizado de las actitudes melodramáticas del pueblo, es en éstos donde a veces se conservan mejor los mitos urbanos. Así, tenemos el tango “La fea”, de H. Pettorossi:

Procurando que el mundo no la vea,
ahí va la pobre fea camino del taller;
y a su paso, cual todas las mañanas,
las burlas inhumanas la hieren por doquier

Cuando alguno le dice una torpeza
inclina la cabeza transida de dolor,
y piensa con amargo desencanto:

“¿Por qué se reirán tanto de mi fealdad, Señor?”.



Petorossi, con esa precisión del poeta que escribe para comunicarse con la gente, habla de “la cruz de su fealdad”. Luego encontramos este otro tango de E.S. Discépolo, “Esta noche me emborracho”:


chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez...
parecía un gallo desplumao
mostrando al compadrear
el cuero picoteao.


Con menor crueldad, pero en el fondo igualmente melodramática, recordamos esta canción de Aline, que estuvo de moda hace muchos años:


Las chicas feas también tienen corazón,
todas podemos despertar una ilusión.
[...]
No somos unas corcholatas
tiradas en la coladera.

Pipistrella. Podríamos verla así, como una entrañable figura de melodrama, la versión humanizada de “La muñeca fea”, de Gabilondo Soler. Después de todo, ya hace más de cien años Dickens descubrió las profundidades humanas que pueden revelarse a través del melodrama. Y T. S. Eliot lo reconoció así: “Drama y melodrama no pueden definirse de tal manera que parezcan recíprocamente exclusivos. El gran drama tiene en sí algo de melodramático, y el mejor melodrama participa de la grandeza del drama”.

Es en este punto donde la monstruosidad —la condición de esos seres que el diccionario define como contrarios al orden regular de la naturaleza— puede adquirir otra dimensión, no necesariamente dramática, pero sí dotada de mayor estatura humana. Puede referirse, por ejemplo, a esa muchacha del cuento de Mario Benedetti, “La noche de los feos”. Tenía un pómulo hundido y ni siquiera —explica el narrador— podía decirse que tuviera ojos tiernos, “esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza”.

Y más alla de esto, la fealdad extrema representa uno de los últimos depósitos de energía en la inercia neoliberal y globalizante. “Nadie es feo”, dice el pensamiento políticamente correcto. “Sólo hay unas personas más diferentes que otras”. Parecería cosa de George Orwell. ¿Será cierto? A mí me parece que no está errado Javier Marías cuando llama al lenguaje políticamente correcto “una plaga” y advierte que “va a más hasta alcanzar verdaderas cotas de imbecilidad”. Lo que siento es que si se pierde el sentido de lo monstruoso se sacrifica también el sentido de lo sagrado. Debemos resistir. He visto carteles ecologistas que dicen “Salvemos a la vaquita marina”, “Salvemos a la ballena jorobada”. ¿Por qué no hacemos uno que diga “Salvemos a nuestros monstruos”? Ellos, al verse como tales, están salvando al mundo de ser devorado por la utopía globalista del bienestar universal. Ciertamente, a fuerza de rechazo y de marginación sexual y social, el monstruo ha aprendido a desconfiar del hedonismo dominante. Sus valores son más elementales. Su dignidad no tiene nada que ver con el narcisismo del modelo o el físicoculturista, y esto lo hace heroico y extraordinario: es uno de los seres que permanecen de pie en un mundo en ruinas. Para él escribió Nietzche estas líneas de hierro:


Y Zaratustra sintió una gran vergüenza por haber visto con sus ojos semejante cosa.
—¡Quédate! ¡Siéntate! ¡Pero no me mires: honra así mi fealdad!

martes, abril 03, 2012

El fin de la inocencia

“Hans Andersen durmió en esta habitación durante cinco semanas, que a la familia le parecieron ERAS”. Sobre el espejo de una recámara, Charles Dickens puso una tarjeta con esta inscripción. El famoso escritor danés Hans Christian Andersen acababa de despedirse de la familia, en cuya casa de Gad's Hill había pasado sus vacaciones. Los dos creadores se habrían caído bien al conocerse, pero la poca fluidez de Andersen para expresarse en inglés determinó graves malentendidos y una general dificultad social. Sin embargo, gracias al interés de Andersen y en la medida en que el escaso entusiasmo de Dickens lo permitió, la amistad entre ellos se mantuvo.


Los dos se hallaban trabajando para que un nuevo arquetipo franqueara el umbral de la realidad humana: el héroe niño. Sólo que mientras Andersen infantilizaba problemas universales para reflexionar sobre ellos junto con los niños, Dickens les descubría los claroscuros de la vida adulta. Acaso no era éste su público ideal, como en el caso del danés, pero tenía que llegar a los niños. Por un lado, lo apremiaba la necesidad comercial de mantenerse como un escritor familiar cuyas novelas no fueran para leerse en silencio y a escondidas, a la luz de una vela avergonzada, sino en voz alta y a toda la familia, incluyendo niños y sirvientes, junto a las llamas honradas de una chimenea. Este interés en la familia como público, además de explicar el carácter dramático —y fácilmente dramatizable— de muchas escenas en sus primeras obras, determinó las grandes aportaciones de Dickens a la narración oblicua, en la que ni siquiera un futuro maestro como Henry James lograría superarlo.

Por el otro lado, Dickens, que había sobrevivido a una infancia traumática, mostró a lo largo de su vida una necesidad constante de re-vivir, vivir otra vez, de otra manera, aquellas experiencias que lo habían despojado de su inocencia. Era una manera de recuperarla: sentir que el sufrimiento de los inocentes sirve para algo.

Aun en aquellas de sus obras que tratan de problemas adultos, como Historia de dos ciudades, La pequeña Dorrit o Grandes ilusiones, Dickens seduce a la imaginación infantil, le habla en su lenguaje. También aquí se ve que no es tanto un novelista preocupado por los problemas del realismo, como un mitógrafo. Y la potencia iluminadora del mito suele correr paralela con un aparente ocultamiento de la realidad mundana. Dickens fue creador de mitos infantiles perdurables acerca de la vida adulta. No sólo inauguró la institución moderna de las fiestas navideñas sino también el heroísmo juvenil, ciertos rostros de lo angélico femenino, una especie de aristocracia espiritual que subyace en el individualismo proletario. Descubrió un nuevo género de lo real visible: lo sórdido infantil: fábricas y callejones oscuros cuya miseria no incluye ningún aspecto que no pueda ser imaginado por un niño, aun por el más inocente. Sin duda Dickens sabía que, si el escritor ve cuando escribe, el niño ve cuando lee.

Ahora bien, la idea de que la bondad se halla contenida en la naturaleza fue revisada con diferentes perspectivas, ninguna de las cuales pudo salvar el prestigio de la civilización. Hasta entonces, la interpretación cristiana de la vida había sostenido que el hombre nace marcado por el Pecado Original, y que la infancia no es más que el estadio durante el cual la virtud racional rescata al ser humano de su condición de caída. Al volverse innegables las contradicciones de la urbanización industrial, este concepto debió revertirse. La doctrina del Pecado Original halló su reverso en la de la Inocencia Original: la idea de Rousseau acerca del hijo puro de la Naturaleza, “nacido en un estado de inocencia y amenazado por la corrupción del mundo social adulto”. Los románticos ingleses, especialmente Blake, Wordsworth y Coleridge trasplantaron esta doctrina al coto de la poesía, y luego Charles Dickens se encargaría de transvasarla de la poesía a la narrativa y del contexto rural, pastoril de Wordsworth a las calles de Londres.

La idea wordsworthiana del niño como padre del hombre absorbió en gran medida la angustia culpable de la época victoriana. Al creer en una nueva forma de virtud natural, visible sólo en la infancia, la sociedad enferma convirtió al niño en guardián de una de sus últimas certidumbres espirituales. Echó sobre sus hombros una responsabilidad enorme y, para que él pudiera llevarla, tuvo que idealizarlo. Un ser puro tenía que sufrir ante el espectáculo de la injusticia y la insensatez del mundo adulto. Así realizó Dickens uno de los descubrimientos más importantes en la historia literaria moderna: el de la conciencia infantil. El miedo de Oliver Twist, la solitaria orfandad de David Copperfield, la culpa neurótica de Pip... La sociedad, en su búsqueda de valores espirituales y de aventuras estéticas, había descubierto el placer sádico de ver el sufrimiento de los niños.

Cuando las víctimas de este sistema lograron sobrevivir y cruzar la frontera que divide a los pobres de los ricos, cuando la frase de Wordsworth se pervirtió con adjetivos tácitos: el niño bueno es el padre del ciudadano próspero (nótese cómo el premio a una condición moral es un estado social), surgió el culto del héroe niño. Templado desde muy pequeño en la cruenta batalla de la vida, protegido por su propia nobleza de corazón y equipado con una mezcla de virtudes masculinas (tenacidad, capacidad de acción, impulso conquistador) y femeninas (sensibilidad, emotividad, intuición), este héroe precoz se convirtió en el nuevo campeón de la búsqueda de la felicidad. Por poco tiempo. Porque aquí se encuentra una lección que a nadie le habrá dolido más que al propio Dickens. David Copperfield, ya adulto, conquistó la dicha del bienestar burgués gracias a un doloroso aprendizaje que a través de las estaciones de una infancia huérfana y una adolescencia desamparada, lo llevó a comprender que debía “disciplinar su corazón”.


En el caso de las niñas, la doctrina de la Inocencia Original adquiere un carácter necesariamente pasivo. La niña victoriana debe ser obediente, desprovista de egoísmo, capaz de sacrificarlo todo, de perderlo todo sin desesperarse, puesto que ella es la caja fuerte de la fe; debe ser modesta, industriosa, inmune a la pasión pero sensible a los afectos de la ternura: una mezcla, en fin, de Job y Cordelia. Así aparece la cara femenina de una infancia curtida en la “batalla de la vida”: el heroísmo doméstico. Su vasta iconografía es como una colección de retablos mexicanos que representaran hechos milagrosos atribuidos a vírgenes impúberes. En uno de ellos aparece Nell tratando de salvar a su abuelo; en otro se encuentra Esther Sumerson llenando de generosa luz la casa de Jarndyce & Jarndyce; en otro más, vemos a Agnes Wickfield, guía y corona de triunfo para un progreso del peregrino cuya prueba más ardua es la disciplina del corazón.

La dimensión de Charles Dickens como uno de los creadores de mitos más importante de la modernidad, no puede comprenderse sin examinar, así sea someramente, su relación con escritores posteriores. Oliver Twist, Fagin, Nell, Daniel Quilp, Ebenezer Scrooge, Dora, Martha Endell... todos han desempeñado un papel en el desarrollo imaginativo de jóvenes lectores que después se volvieron escritores, engendrando hijos y nietos muchas veces reconocibles. Ciertamente, Mark Spilka observa respecto a La tienda de antigüedades:


Fue una de las novelas más populares de su época y fácilmente la que más ha influido. A este libro le debemos los personajes Eppie, de George Eliot (Silas Marner); Nellie, de Dostoyewsky (Humillados y ofendidos); Alicia, de Lewis Carroll; la pequeña Eva, de Harriet Beecher Stowe (La cabaña del tío Tom); Heidi, de Johanna Speyri; Wendy, de Sir James Barrie (Peter Pan); Maisie, de James; y extensiones modernas del tipo, como Shirley Temple en sus películas de los años treinta (La pequeña rebelde); Mick Kelly, de Carson McCullers, en los cuarenta; Phoebe y Esme, de Salinger, en los cincuenta y, más recientemente, Jennifer Cavilleri, de Erich Segal (Love Story). Su supuesto reverso lo encontramos en Lolita, de Nabokov, y en películas recientes sexualmente explosivas como El exorcista (Spilka 1984, 174).


Aventuro una explicación para este “supuesto reverso” de Nell como Lolita. Aunque la virtud y la pureza espiritual de la ninfeta dickensiana son innegables (de hecho, en su desprendimiento de todo egoísmo puede ser incluso más angelical que Esther Sumerson o Agnes Wickfield), se hallan contenidos —no en ella sino en la presentación de su historia— ciertos genes espurios. La tienda de antigüedades es heredera de la picaresca inglesa, la de Henry Fielding y Daniel Defoe; su hilo conductor es una sucesión de aventuras por los caminos de la vida y los de Inglaterra. Nell es hija de Moll Flanders. Con toda su inocencia y su halo místico, desciende de una prostituta. El arquetipo que encarna no es el mismo de las otras niñas buenas de Dickens. Para empezar es una vagabunda que, por una cosa o por otra, no pasa mucho tiempo en ningún espacio doméstico. Es cierto que sabe usar la aguja y el hilo, pero resulta difícil imaginársela en una casa, como no sea bajo el aspecto de una muñeca en su propia tienda de antigüedades, en su recámara de juguete. Así que no puede ser una divinidad doméstica, una Hestia como Esther Sumerson. Su sangre es más celta; se acerca más al hada bienhechora de los bosques que a la estática virgen cristiana o griega. Sin embargo no cuaja en esta figura porque Dickens insiste en atormentarla hasta que la mata. De esta tensa combinación entre el estatismo icónico de la mística y el tránsito azaroso de la novela de aventuras surge el tipo que encarna Nell: la virgen pícara. Desprovista más tarde de sus elementos trágicos, transformados sus harapos de huérfana en jeans, será efectivamente la heroína americana de las décadas recientes: una ninfeta que —back-pack al hombro— se lanza a las interminables carreteras.

Por último, en Charles Dickens el culto al héroe y a la aventura se halla imbuido de nostalgia, no sólo por aquella edad de energía que la civilización moderna agotaba rápidamente, sino también por su propia edad heroica, por su epopeya personal. El mundo interior de Dickens era el mundo de su memoria, bendita facultad que le devolvía ese niño resuelto a sobrevivir entre calles oscuras y fábricas, que fue él y que las prioridades prácticas del éxito habían condenado a una muerte lenta. Oliver Twist y Nell, sus primeros grandes protagonistas, encarnan este culto de la aventura: sus destinos sugieren que la búsqueda de la felicidad es una abstracción en todo caso secundaria junto al valor absoluto de las acciones que implica; salen al encuentro del peligro y su recompensa es permancer en condiciones para dar el siguiente paso. Sus voces de héroes jóvenes se hacen oír sobre el uniforme golpear de martillos de la masa industrializada. Son los últimos sobrevivientes de una raza que ya desocupaba el mundo. El arquetipo se agotaba rápidamente a cambio de dinero, a cambio de una sórdida —así lo comprendió Dickens en su madurez— participación del bienestar moderno. El heroísmo aventurero, epifánico de Nell se apoltrona y degenera en el inerte “heroísmo doméstico” de Agnes Wickfield. Y el guerrero de la vida, Oliver Twist, se convierte en un neurótico snob para quien la abdicación completa de la voluntad de aventura es la única alternativa, una vez descubierto el ínfimo metal que oculta la chapa de oro del hedonismo burgués.

El lector infantil, cultor natural de la aventura y del coraje, admira a Oliver Twist y puede querer a David Copperfield, pero desprecia a Pip. Grandes ilusiones es una novela de agotamiento. El halo que irradia surge del crepúsculo interior tanto de su creador como de sus circunstancias históricas. Dickens había escrito su testamento espiritual.



Publicado originalmente en El Angel, suplemento del periódico Reforma, el 5 de febrero de 2012, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Dickens.

domingo, enero 29, 2012

Después de tantos años

Una versión modificada de este poema aparece en mi libro La ofrenda debida, que este mes salió publicado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Hidalgo.


Después de tantos años,
de tanto amarnos y extrañarnos,
son tan pocas las horas
que nos han sido prestadas.

Hoy pienso que me habría gustado, por ejemplo,
tener juntos una nuestra casa,
una tarde por lo menos, robada como todo.

Que en esa tarde nos sentáramos a la mesa
y yo te calentara las tortillas
y tú me pasaras la sal o la salsa.

Oír un nuestro perro ladrando a los paseantes
Esperar juntos
el atardecer en la barda de piedra rosa
con el juego de las sombras del follaje
y el susurro de los álamos, tan triste.

Verte en pijama —nunca te he visto en pijama.
Saber de tus cólicos menstruales.
Que me pegaras un botón de la camisa
y yo fuera a traerte algo a la farmacia.

Estoy triste, este día,
por este amor que se quedó niño.
Que se hizo viejo siendo niño.
Que no conocerá ni la resequedad ni la rutina
ni la decrepitud ni el frío ni el hastío,
pero tampoco la mesa ni el sueño compartido.

Y hasta podría terminar estas líneas
diciendo que, al final, muy al final,
estos amores que viven a la sombra
son también grandes amores.

Pero aquí no se trata de hacer poesía,
sino de llamar al pan “pan”,
y a lo que no pudo ser “puta madre, no pudo ser”.
Y ya.
Es todo.
C’est tout.
That’s all.

lunes, diciembre 19, 2011

ESCRIBIR, ¿PARA QUÉ?

Varias veces he oído la queja de que hay más escritores que lectores. Lo dicen como si fuera una señal de decadencia cultural, o como si pensaran que los lectores no van a ser suficientes para tanto escritor y que algunos se quedarán sin ser leídos. Yo creo que es al contrario: una sociedad en la que todo el mundo escribiera sería una sociedad maravillosa, donde todos se atreverían a expresarse sin temor a hacer el ridículo ni nada de eso, donde habría más creatividad, imaginación, pensamiento crítico, sensibilidad hacia los demás; donde habría menos temores soterrados, menos secretos de esos que se le pudren dentro a quien los guarda, menos odios inconfesados. Y menos gente olvidada. Por otra parte, puesto que se lee más rápido de como se escribe, es impensable eso de que alguien se quedara sin lectores. Al contrario, en una sociedad libre de prejuicios canónicos, libre de esos críticos sacerdotes que pretenden filtrar lo que llega a la gente, todo el mundo tendría un libro publicado y lectores para éste.


Es más difícil vivir sin escribir que vivir sin leer. Esto lo sabe el preso que cuenta su historia en los muros de su celda, el náufrago que traza palabras para sí mismo en la arena de una playa perdida, el enfermo que decide llevar un diario de su padecimiento, el enamorado que garabatea en el tronco de un árbol las iniciales de la amada, el adúltero que, no pudiendo callar más, deja testimonio de su pasión en la pared del cuarto de hotel. Lo sabe el adolescente que se pasa horas texteando en el teléfono. Tal vez sea cierto que los amorosos callan, pero lo hacen a su pesar. Todo amante quisiera gritar su amor a los cuatro vientos, que todos se enteraran, que quedara ahí para la eternidad. Quisiera escribirlo.

Será que la necesidad de expresarse es la primera necesidad no biológica que experimentamos al nacer y la última antes de marcharnos. Es que la vida exige ser expresada. El amor exige ser expresado. El deseo. Pero también el dolor, el miedo, el resentimiento.

He escuchado decir a algunas personas: “Escribir, ¿para qué? Yo no tengo talento”. ¿Quién habla de talento? Todo el mundo es capaz de escribir algo que le guste a otra persona. Tal vez “talento” simplemente significa poder escribir algo que les guste a muchas personas, o a pocas pero muy inteligentes o reputadas como tales. Bueno, ¿y? Todo eso es relativo. Además no todos tenemos que ambicionar lo mismo. Algunos escritos, como las cartas de amor, se satisfacen con lograr un efecto en un solo lector.

Borges decía que él escribía para si mismo y para un grupo selecto de amigos. Cioran, por su parte, usaba la escritura como remedio para el insomnio y para postergar su suicidio una noche más. Gabriel García Márquez escribe para que lo quieran. Hay tantos motivos. Personalmente, cuando empiezo a escribir un libro nuevo me siento como quien arma un rompecabezas de 1500 piezas: sé que me dispongo a hacer algo que me llevará muchas horas y requerirá una paciencia enorme y un cuidado extremo, sé que habrá momentos en que deba desbaratar lo hecho y comenzar otra vez, y que hasta es posible que tengas ganas de abandonar el proyecto y empezar otro. Pero sigo trabajando y la mayoría de las veces lo hago con gusto porque sé que cuando termine me dará una emoción enorme ver el rompecabezas ya armado. Esa satisfacción será mi recompensa, y claro, si alguien viene a la casa, me dará mucho gusto enseñarle lo que hice y que me diga que quedó bonito.

Creo que todos escribimos por motivos semejantes. Escribimos para que un día se nos pueda juzgar con justicia. Para que nos quieran, como García Márquez. Para demostrar nuestro cariño también. Para ganar nuevos amigos que vean la vida un poco como nosotros. Escribimos para dialogar con nosotros mismos y porque no todo está dicho todavía. Hay tantas historias que valdría la pena compartir, historias maravillosas, tristísimas, admirables, horripilantes, inspiradoras, deprimentes, asquerosas, cómicas, locas... eso es la vida. Y la vida es fascinante en todos sus colores: cuando es blanca y cuando es negra, cuando es color de rosa, roja, azul, dorada, gris... Escribir nos salva de olvidar eso.

miércoles, noviembre 09, 2011

Mañana con higos

Era lunes, el primer lunes de esas vacaciones, y César no tenía ganas de hacer nada en casa. Incluso quedarse en la cama a ver la televisión le parecía arriesgado: su madre podría inventarle algún quehacer si lo veía ocioso. Le daba miedo, verdadero miedo, que lo mandaran a lavar trastes o a cuidar a Mario. Mario siempre quería que le prestara sus juguetes y no se conformaba con los viejitos; se ponía a llorar y no se calmaba hasta que su madre iba a ver qué sucedía y acababa repartiendo todo, dándole los juguetes viejos a César y los nuevos a Mario. César se volvió para mirarlo en la otra cama de la habitación: todavía estaba dormido, tapado hasta el cuello con la cobija como si no hiciera suficiente calor. Tenía la boca abierta y una mosca parada en la mejilla.

Por la ventana se veía parte del patio, con la camioneta inservible de su padre y la barda de tabique gris coronada de vidrios rotos. El sol daba de lado: eran las diez de la mañana.

César estaba ya pateando las cobijas, listo para levantarse, cuando oyó unos golpes en la puerta de metal que daba a la calle. Pensó que tal vez fuera uno de sus parientes y volvió a meterse en la cama, haciéndose el dormido. No quería saludar a nadie. Pero después de unos minutos no oyó ninguna voz conocida en la sala. Entonces se levantó, descalzo, y fue a asomarse abriendo apenas la puerta.

—Qué bueno que ya te levantaste —le dijo su madre, como si sólo hubiera estado esperándolo.

—No me he levantado. Iba al baño —César temió lo peor: que lo mandaran a pedirle algo a alguna de sus tías.

—Pues ya levántate. Necesito que me hagas un mandado.

—¿Quién vino? —poder cambiar la conversación le dio cierta esperanza.

—El abonero.

Eso era, pensó César sombríamente: lo iban a mandar a pedirle prestado a alguna de sus tías para pagar el abono. Eso significaba que tendría que ser amable y quizá se vería obligado a comer alguna cosa horrible.

—¿Quieres que vaya a pedirle prestado a mi tía Dorita?

—No. Ya le debemos mucho. No va a querer prestarnos más.

—¿A la Víbora entonces?

—Te voy a romper la boca si le sigues diciendo así.

—Todo el mundo le dice así.

—A ti no te importa. Es tu tía.

César se quedó callado, con la decisión de seguir usando para siempre esa palabra.

—Ve a buscar a tu padre.

—Él no va a tener.

—Dile que consiga. Que me urge.

—¿Y si no lo encuentro?

—Búscalo. Ya sabes por dónde anda siempre.

César no preguntó más. Volvió a su cuarto a vestirse. Estaba haciéndolo cuando despertó Mario.

—¿Adónde vas? —le preguntó todavía con un ojo cerrado.

—A ver a mi papá.

—Llévame.

—No.

—Me visto rápido —y efectivamente, el niño todavía no acababa de decir esto cuando ya estaba buscando su pantalón—. Llévame —repitió.

—Que no, entiende —César disfrutaba ese momento—. Voy de volada.

—Le voy a decir a mi mamá.

—Dile. No te va a hacer caso.

Mario volvió a la cama y comenzó a llorar. César terminó de vestirse. Ya iba saliendo cuando su hermano lo incriminó, sin volverse a mirarlo.

—Te vas a ir a robar higos a las huertas. Llévame.

—Voy a buscar a mi papá, Mario. Es un mandado urgente —y salió sin decir más.

Su hermano comenzó a gritar desde el cuarto.

Antes de que su madre le preguntara de mal modo, César explicó:

—Quiere que lo lleve.

—Vete tú solo. Si van juntos se van a ir a robar higos.



César salió de la casa y se fue caminando hacia el puente de acero que cruzaba el río. Por ahí casi no había coches ni gente: no parecía que hubieran empezado las vacaciones. Ya al otro lado, tomó un camino apenas marcado en la tierra suelta, entre montones de basura. Se detuvo ante la portería sin red de una cancha de futbol y dio un salto espectacular para detener un gol. Al fondo se veían los edificios nuevos de un conjunto habitacional. Y luego estaba la fábrica de medicinas, que vertía al aire un olor fuerte y desagradable. César siguió caminando hasta donde la carretera que entraba a la ciudad se dividía en dos. Justo en la Y griega había un cine viejo. Enfrente, un portalito con bancas de madera. Ahí, junto a una tienda de refrescos, dulces y cigarros, estaba su padre mirándolo.

—Quihubo —lo saludó como saludaba a sus amigos, como a César le gustaba que lo saludara.

—Quihubo —le respondió.

Su padre se dio cuenta de que estaba sudando por el calor y la caminata y entró a la tienda sin decir nada. Salió con un refresco en lata.

—Gracias, pa —le dijo César, recibiéndoselo.

—¿Te sacaron de vuelta de la escuela?

—No —el niño estaba ofendido—. ¿Ya se te olvidó que hoy empezaron las vacaciones?

—Ah, es verdad.

César fue al grano:

—Me mandó mi mamá a buscarte. Que si tienes dinero.

—Estoy esperando a que Charlie me pague —explicó el padre, con buen humor. No era un hombre que perdiera el buen humor fácilmente, menos aún por cosas de dinero.

—¿Charlie va a venir aquí?

—Tiene que venir: éste es su negocio —dijo el padre, señalando la tienda de refrescos—. Más bien, uno de sus negocios.

—¿Tiene muchos?

—Cuatro, creo —se quedó viendo cómo César se empinaba lo último de la lata de refresco y luego la pateaba lejos, como si hubiera sido un balón—. ¿Por qué no te sientas? —le hizo lugar en la banca.

César se quedó de pie, mirándolo.

—¿A qué hora viene Charlie?

—Cuando salga del cine —y señaló hacia el frente, hacia el edificio viejo donde había unos carteles pegados en mamparas.

César no estaba satisfecho. Su padre mentía a veces. Le había mentido a él y ya no le creía.

—¿Seguro que está ahí?

—Sí. Yo lo vi cuando entró. Me dijo “Espérame, ahorita que termine la función te pago”.

César no dijo nada más. Esperó a que pasaran un autobús y un par de coches y cruzó hacia el cine. Estaban dando La Montaña del Diablo. Era un cine muy viejo igual que todo lo que había en él: las películas, las butacas, los empleados. No había nadie en la taquilla y el hombre que recibía los boletos en la entrada se había quedado dormido en su silla. Estaba roncando. César se pasó sin hacer ruido, sin ser notado. La empleada de la dulcería se hallaba leyendo una revista y no le dijo nada, así que él se metió tranquilamente a la sala de proyección. Luego que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, no le costó trabajo encontrar a Charlie. La luz de la pantalla iluminaba su gran barriga envuelta en una camisa blanca. Estaba comiendo palomitas, feliz.

César comprendió que su padre no había mentido, por lo menos en lo que se refería a que Charlie estaba en el cine, y salió otra vez sin hacer ruido. Al pasar por la taquilla se fijó en el horario: la película tenía poco de haber empezado. Tardaría como hora y media en terminar. Pensó regresar a casa, descansar un rato y luego volver, pero le dio pereza y además estaba seguro de que su madre no le creería y se iba a enojar. Volvió a la banca donde su padre seguía sentado, mirando los coches que entraban o salían de la ciudad. Se sentó junto a él sin decir nada. Su padre tampoco le dijo nada pero empezó a columpiar los pies igual que él. Después de unos minutos, César se aburrió y se levantó. Pensó que mejor se hubiera quedado en el cine y se hubiera sentado cerca de Charlie para cuidar que no escapara, pero ya había visto esa película y le parecía aburrida. Echó a andar por la carretera. En eso vio a su hermano, quien venía a su encuentro al parecer cansado de caminar. Lo esperó.

—Dice mi mamá que le urge el dinero —le comunicó Mario con tono de autoridad.

—Mi papá está allí —señaló hacia la tienda.

Mario reconoció de lejos la figura de su padre: la gorra de béisbol, la chamarra café.

—Estamos esperando a que Charlie salga del cine —terminó de explicar César.

Su hermano se le quedó viendo como si no le creyera, como si hubiera algo sospechoso en lo que decía.

—¿Y adónde ibas? —trató de cogerlo en falta.

César no supo contestar. En realidad no iba a ninguna parte, sólo quería caminar.

—Ibas a las huertas a robar higos.

Era verdad: las huertas estaban en esa dirección.

—No.

—No mientas, César. Ibas a robar higos.

—Te digo que no.

Estaban discutiendo eso cuando su padre llegó hasta ellos.

—César quería ir a las huertas a robar higos —Mario comenzó a acusar a su hermano.

—No es cierto.

El padre se les quedó viendo a los dos sin decir nada, con tristeza. Se rascó el cuello. De pronto se animó:

—¿Por qué no vamos todos a robar higos? Y se los llevamos a tu mamá para que no se enoje con nosotros.

A los dos niños les pareció maravillosa la idea. Sólo César, por un momento, pensó que si tardaban mucho y Charlie se les escapaba, su madre no se iba a contentar con unos higos. Pero no dijo nada.

El padre se montó a Mario sobre los hombros y tomó a César de la mano y se fueron hacia las huertas. De todos modos los tres sabían que Charlie iba a decir que no tenía dinero.

martes, octubre 04, 2011

Parque Murillo

De lunes a viernes, después de las dos de la tarde, tenía lugar en las bancas sombreadas del Parque Murillo una cita que nadie había hecho formalmente. Testigos de ello son los álamos y las jacarandas que todavía están ahí dando su frescura.

En la oficina me concedían dos horas para comer, de dos a cuatro de la tarde. Demasiado tiempo para un hombre de cuarenta años, solterón, acostumbrado a comer rápido y sin compañía. Así que, hecho el trámite en una fonda cercana, no me quedaba para matar el tiempo otra cosa que dar un paseo por las calles y mirar las tiendas. Acababa de ocurrir aquello que dieron en llamar “el error de diciembre” y la gente andaba deprimida: nadie le tenía confianza al presidente Zedillo. Pensaban que él era el asesino de Colosio, en quien se habían fincado tantas esperanzas. Se vendía y se compraba muy poco y por todas partes había comercios cerrados, con letreros de SE TRASPASA ESTE LOCAL pintados en cartulinas fosforescentes y colgados en las cortinas metálicas. De por sí, en aquel barrio alguna vez elegante y ya venido a menos había poco para mirar. Las casas se veían traqueteadas, como esas mujeres que fueron hermosas en su juventud y al pasar de las décadas sólo les queda un perfume de flores marchitas. Así eran las casas ahí: altas, umbrosas, enmudecidas, pintadas de un color ya roñoso bajo la asfixia de las hiedras, con tejados de dos aguas y celosías siempre cerradas. En la avenida principal había pocas tiendas; después de unas cuantas visitas ya conocía uno todo lo que vendían. Se limitaban a una relojería, varias zapaterías, una tienda de novias y un pequeño pasaje lleno de numismáticas y herbolarias. Oficinas sí había muchas, todas del gobierno: edificios oscuros.

No me gustaban los parques. Me parecían refugios de malvivientes, gente que buscaba empleo en el periódico y parejitas exhibicionistas, y peor a la hora de la comida cuando se llenaban de púberes que acababan de salir de la secundaria y andaban por ahí fumando. Pero ese día —ese primer día— me rendí. Me rendí por el calor —estábamos a 38 grados— y porque no había nada más que hacer y porque había tenido un mal día. En la mañana, antes de salir de casa, discutí con mi hermana por una idiotez. Éramos dos solterones a quienes la soledad y la falta de ilusiones habían amargado el carácter. Luego, en la oficina, tuve que volver a hacer un trabajo ya hecho a causa de un error de mi jefa, una jovencita pagada de sí misma recién salida de la universidad. Para colmo, la comida en la fonda había estado demasiado condimentada y mi gastritis me lo echaba en cara. Así que fui al Parque Murillo, busqué una banca sombreada y me senté ahí.

Para mi buena suerte había pocas personas: una pareja cuarentona, pálida y como de 1.50 de estatura, aunque tal vez la mujer mediría un poco más; un hombre como de treinta años, moreno, que llevaba una enorme esclava dorada en la muñeca; una mujer otoñal y, en la misma banca que ella pero en el extremo opuesto, un joven pulcro, vestido con un traje mal cortado y corriente. Cosa extraña, todos estaban dormidos. Será por el bochorno de la tarde, pensé. Sin darme cuenta, yo también me quedé dormido. Soñé que estaba con mi hermana en Cuba, en las playas de Varadero, que yo no sé cómo sabía que eran ésas si nunca había ido. Íbamos los dos tomados de la mano, en dirección a las olas, llenos de temor y de la fascinación del mar, cuando mi sentido de la responsabilidad me despertó. Era hora de regresar a la oficina. Ni siquiera me acordé de mirar si mis compañeros de siesta seguían dormidos.

Estuve de buen humor el resto de la tarde y, tratando de hallar una explicación, me dije que hacía muchos años no dormía tan plácidamente como aquel ratito en el Parque Murillo. No será de sorprenderse que al día siguiente regresara. Sí, regresé al día siguiente y al siguiente y después todos los días, de lunes a viernes. La siesta entre los árboles se volvió mi ración diaria y obligada de goce terrenal. Con el tiempo llegué a tener mi banca, una banca casi propia, que todos reconocían como de mi exclusividad y la respetaban; una banca que me esperaba tarde a tarde a la misma hora como una novia. Por supuesto, algunas veces debí compartirla con personas extrañas a mis codurmientes. Incluso me tocó la molestia de escuchar una discusión de amantes a treinta centímetros de mi oído derecho.

Llegamos a conocernos. No conversábamos mucho, pues íbamos ahí a dormir, pero logramos saber algunas cosas: nuestros nombres, dónde trabajábamos, el signo zodiacal de cada quien, sus manías. Martínez, por ejemplo, el tipo de la esclava dorada, prefería dormir en el parque que en su oficina porque roncaba y se tiraba pedos al mismo tiempo. Y ahí nadie censuraba; nadie tenía necesidad de usar máscaras. La pareja de casi enanos había perdido las esperanzas de tener un hijo, después de quién sabe cuántos estudios y tratamientos. Trabajaban en el mismo edificio, aunque en diferente Dirección, y les gustaba mirar a los niños que salían de la secundaria. Iban ahí, se sentaban en su banca y cerraban los ojos para encontrar dentro de ellos a sus imposibles vástagos. Martínez estaba harto de su esposa: hacía todo por evitarla pero no pensaba divorciarse. Los viernes, en lugar de hacer siesta, visitaba a una mujer joven y atractiva que aceptaba dinero de él. Por su parte, el joven Ramiro se había enamorado de una de sus compañeras de la Secretaría. Nos pedía consejos sobre cómo vestirse, qué colonia usar, adónde llevarla, qué regalarle. Yo no me sentía capaz de hacer recomendaciones sobre esas cosas, y Martínez confesó desde el principio que sólo pensaba en sexo y todas sus advertencias irían necesariamente en esa dirección. Los demás sí le ayudaban, en la medida de su buena fe y su limitada experiencia del mundo.

Fue así como conocí a Jorge, la dama otoñal a quien vi la primera tarde. Jorge era su apellido, no su nombre, pero así le gustaba que la llamaran. Era una mujer viuda y todavía guapa, con una voz que el vicio del tabaco, en lugar de hacer poco femenina, había llenado de aterciopeladas crepitaciones. Vestía con elegancia y tenía unos pechos grandes cuyas estrías brillaban con el sol gracias al escote.

—Es usted muy gentil —me dijo lejana, como nostálgica, la primera vez que hablamos, cuando ya cabeceando en la banca dejó caer una revista y yo me agaché a levantarla. Era una publicación impresa en sepia. No pude evitar ver el título: México al día. Nunca la había visto en los puestos.

—No diga eso —le respondí, modesto, y antes de que se quedara dormida, me apresuré a iniciar la conversación:

—Ya la había visto por aquí. ¿Trabaja usted cerca?

Ella se abanicó un poco con la revista y sonrió.

—Trabajo en el Montecarlo. ¿Lo conoce usted?

—¿El Montecarlo? —me parecía haber oído ese nombre en alguna parte, pero no lo ubicaba.

—¡No me diga que no ha ido!

—Pues...

—Me encargo del guardarropa y de otras tareas sencillas. Entro a las seis de la tarde.

—Ah —fue lo único que atiné a responder. Me quedé callado unos instantes, mirando hacia el frente, donde dos niñas de la secundaria se bromeaban con insultos de los que en mi época sólo se decían entre hombres. Me dio vergüenza que Jorge, tan educada, oyera eso. Pero Jorge ya no oía nada: estaba roncando. Dormía con la boca abierta y casi se recargaba en mi hombro. Su revista había vuelto a desprenderse de sus manos y estaba deshaciéndose en un charco debajo de la banca.

Toda la tarde y aún en la noche, ya acostado, estuve pensando en esa mujer y haciéndome preguntas: dónde trabajaba, por qué se vestía y se pintaba así, de qué trataban las revistas que leía, cómo era su vida. Algo había en ella que me intrigaba y me atraía mucho. Me parecía haberla soñado alguna vez, de niño o de adolescente: un sueño donde había olores de naranjo en flor.

Al día siguiente volvimos a encontrarnos. Me faltó tacto para hacerle las preguntas que tenía en la punta de la lengua.

—Hábleme de usted, Jorge. Cuénteme algo de su vida.

—He tenido muchos errores —me respondió con un tono conclusivo y cerró los ojos, sin agregar nada más. No supe en qué momento se quedó dormida, ahí en la banca, respirando profundamente por la boca. Su boca pintada de rojo.

Al día siguiente no la vi. Pero me senté con Martínez y le pregunté por ella.

—No me he fijado —me dijo—. ¿Cómo es?

Se la describí, inútilmente.

—No, pues la verdad no me acuerdo.

Después de eso vino el sábado, largo, sin tener noticias de Jorge ni manera de comunicarme con ella. ¿Y si se enojó?, me preguntaba a cada rato. Mi hermana se dio cuenta y me preguntó qué tenía. Le conté toda la historia.

—¿Qué clase de loca te has encontrado? El Montecarlo era un cabaret de los años cuarenta.

—Ha de ser otro —le dije, cerrándome mentalmente a la posibilidad de que hubiera algo extraño en lo de Jorge—. Uno nuevo, que se llama igual.

—Y luego ese nombre de Jorge... ¿no será lesbiana, Patito?

—Ya te dije que es su apellido —empezaba a molestarme su manera de expresarse, en primer lugar. En segundo, me irritaba que me llamara así, con ese ridículo apodo que mi mamá me había puesto de niño.

—Bueno, pues... no te enojes.

Nos quedamos callados largo rato. Acabábamos de comer y, enfrente de nosotros, la televisión encendida no lograba llamarnos la atención.

Como todos los sábados, mi hermana y yo reposamos un rato la comida y luego nos arreglamos para ir al cine del barrio. Allá me relajé, dejé de pensar tonterías, disfruté la película. Saliendo fuimos a merendar chocolate con churros, otra cosa que hacíamos los sábados. En la televisión del cafetín hablaban de que los indígenas de Chiapas se habían alzado en armas y le habían declarado la guerra al gobierno de México.

—Va a haber revolución —dijo mi hermana, casi emocionada. Yo le pregunté cómo podía hablar así, con esa sangre fría. Me acordé de mi tía Aurorita, hermana de mi abuela, a quien habían violado los carrancistas; a sus espaldas bromeábamos con que si no se le antojaría una nueva revolución. Pero en ese tiempo éramos niños: no sabíamos lo que decíamos. Se lo dije a mi hermana y ella se rió y empezamos a discutir. No pasó a mayores. Finalmente volvimos en paz a la casa y así, en paz, me dormí. No soñé nada. El domingo pasó rápidamente: es el día que dedicamos a limpiar la casa.

El lunes, por fin, vi a Jorge. Tratando de parecer desinteresado, le pregunté qué había hecho el sábado.

—Fui al cine con mi hermana —me respondió satisfecha.

Ya avanzamos algo —pensé—: tiene una hermana y le gusta el cine. Igual que yo.

—Qué casualidad: yo también fui al cine con mi hermana. Tal vez hasta estuvimos en la misma sala, a la misma hora, sin saberlo.

—Yo fui al estreno de Distinto amanecer. ¿Y usted?

—Este... nosotros fuimos a ver Terminator. Es la que daban en el cine de por la casa.

—Ah —respondió Jorge distraída—. No he oído hablar de ésa.

—Y la que usted fue a ver, ¿es de alguien famoso?

—¡Por supuesto! Es de Julio Bracho. Con Andrea Palma y Pedro Armendáriz en el estelar.

Me sonó como a las películas que pasaban en el Canal 4, pero no dije nada. Jorge no parecía tener muchas ganas de hablar. Se durmió pronto.

En la noche, mi hermana me preguntó qué había pasado con ella. Le conté las cosas a medias, omitiendo por supuesto lo de la película. No quería que volviera a molestarme y no lo hizo.

Jorge y yo seguimos viéndonos en aquella banca. Pasaron días, semanas. En algún momento intenté sacarle algo más. Ella prefirió esconderse, devolverme las preguntas. Le respondí contándole mi vida sin secretos. ¿Qué podía tener yo que valiera la pena ocultar? Nos hicimos amigos, más que amigos. Es decir, éramos muy cercanos, muy semejantes en algún sentido —a ambos nos gustaban los dulces de cacahuate con caramelo y los higos cristalizados que un vendedor callejero llevaba de banca en banca—, pero no llegamos a tener lo que se dice un romance; ni siquiera nos vimos nunca más allá de aquellas bancas. A punto de empezar a sospechar que Jorge estuviera loca, logré reprimir este pensamiento. Es que cada mes ella llevaba un nuevo número de México al día. Y cuando le pedí que me dejara mirarla, vi que la revista era de hacía como cincuenta años y anunciaba cosas que ya no se encontraban: la pasta dentífrica Ipana, la Escuela Bancaria y Comercial de Palma 27, el perfume Printemps de Paris y el rojo de labios de Bourjois que “evita el aspecto pintorreado”, el vino tónico Quina Laroche, la sal de fruta Eno y quién sabe cuántas otras cosas igualmente raras.

Tal vez pudo haberse dado algo más entre nosotros, pero yo no quise. Tuve miedo. Tuve miedo porque la había soñado cuando era niño y no quería romper ese sueño. Una tarde, aprovechando que todos en el parque dormían y nadie iba a vernos, tomé entre las mías las manos de Jorge. Sus manos cubiertas de pecas. Ella me miró intensamente, con sus ojos muy brillantes bajo los párpados pintados de azul, y me dijo:

—La semana que entra va tocar en el Montecarlo el maestro Lara. ¿Por qué no va usted? Yo puedo ayudarle a conseguir uno de los mejores lugares y mire, si no le da sueño desvelarse y me quiere esperar, saliendo de ahí podemos ir a algún lado. El Smyrna lo cierran más tarde.

El “maestro Lara”... ¿hablaba de Agustín Lara? Esto ya era el colmo. Y sin embargo no importaba. No importaba, de verdad. No fui capaz de seguir sosteniendo sus manos ni su mirada. Iba a decirle: “Me da miedo que dejemos de ser amigos”, pero sentí que no iba a entenderme. Al quedar libres sus manos, me puso una en el muslo y me guiñó el ojo.

—Ándele, va a ver que no se arrepiente.

Aunque el corazón empezó a latirme de prisa, hubo algo en ese gesto que me pareció repulsivo. Lo negué, lo eché al fondo de mi conciencia. No cuadraba con la mujer que yo había soñado de niño: una mujer todavía joven porque el sueño ya era muy viejo, hermosa, sutil.

—¿Por qué no mejor va con nosotros a merendar, Jorge? Mi hermana hace buñuelos.

—Le hablo al rato por teléfono —me respondió, seca. No me llamó. No me llamó y además dejó de ir al parque. ¿Y si se enojó?, me preguntaba. Tal vez dije algo que no debía. O tal vez me vi muy sonso. ¿Por qué no aproveché la oportunidad que me estaba dando? Cualquier otro en mi lugar habría sabido qué hacer, me reprochaba continuamente. Todas las tardes esperaba verla aparecer en el parque Murillo y en las noches fantaseaba elaborando escenas en donde Jorge y yo nos reencontrábamos en su mundo, no en éste tan imperfecto; la miraba vestida con un traje de vaporoso organdí, con zapatos de tacón muy alto, fumando sentada en un cojín de terciopelo negro. Nos divertíamos hasta la madrugada en lugares alegres, comenzábamos a besarnos en las calles, recargados en coches antiguos mojados por el rocío nocturno y, ebrios y felices, echábamos a andar entre la niebla de una avenida sin fin.

Volví a preguntarle a Martínez por ella. Les pregunté a todos los demás. Nunca la habían visto. Se están burlando de mí, pensé. Cómo era posible que ninguno hubiera reparado en ella. En ella, que tantas tardes compartió con nosotros ese rato de sueño. No, insistían; no la conocían, ni me habían visto platicando con nadie en esa banca, ni recordaban a ninguna mujer con esas características.

Empecé a dedicar el tiempo de mi siesta a buscar a Jorge. Conseguí las secciones amarillas de los últimos años y ahí busqué el Montecarlo. Había cuatro hoteles de paso y unos baños públicos con ese nombre, todo en diferentes puntos de la ciudad. El tiempo de mi siesta ya no fue suficiente; tuve que sacrificar más y más horas a la investigación. Conocí la ciudad nocturna, yo que antes siempre me refugiaba en casa en cuanto caía la noche. Conocí lugares horribles y en ninguno había una empleada de guardarropa —ni siquiera había guardarropas— que se apellidara Jorge. Finalmente averigüé la dirección del antiguo Salón Montecarlo. Ya no había nada ahí. Nada. Me arrepentí de ser tan tonto. Porque por pura timidez nunca le había pedido a Jorge su número telefónico, aunque ella sí tenía el mío. Pero nunca me llamó ni yo la encontré y, al cabo de unos meses, torné a mi rutina de siestas en el parque Murillo y dejé de fantasear. Volví a mis amigos: a Martínez, a la pareja, al joven Ramiro.

Durante siete años, esas personas y yo nos encontramos de lunes a viernes en el Parque Murillo. Durmiendo 30 minutos cada vez, resulta que compartimos 1,800 horas de sueño: 75 días. Y el sueño es el acto más íntimo de todos, el que requiere más confianza en los demás. Un ser humano dormido es un ser indefenso que voluntariamente se ha abandonado a merced de los otros. El joven Ramiro fue el primero en desertar; consiguió un empleo mejor, en otro rumbo de la ciudad. Luego siguió la pareja: se jubilaron. Siguieron yendo, sin embargo, por costumbre, a dormir la siesta con nosotros. Finalmente se ausentaron por completo. Llegaron otros en su lugar: un ex alcohólico o “borracho seco” como se llamaba a sí mismo, un comerciante del rumbo que padecía gota, una señora divorciada llena de rencor.

De Jorge no volví a saber nada. Un día —creo— se despidió de mí. Así fue la cosa: sintiendo que ya estaba viejo para ser todavía un novato en cosas de mujeres, y como viera que no encontraba a nadie dispuesta a ayudarme, vencí la vergüenza que me daba y llamé a una casa de prostitución que se anunciaba en el periódico; pregunté si entre sus muchachas habría alguna de cincuenta años. Me dijeron que no, que ahí todas tenían menos de veinticuatro, pero que podían darme el teléfono de otra casa donde hallaría lo que estaba buscando. Apunté el número. Tardé dos semanas en atreverme a llamar y finalmente hice la cita —creo que no era necesaria—, tomé un taxi y con la vergüenza de que el chofer supiera adónde iba, le di la dirección.

Se trataba de un lugar ya venido a menos. Había una sala color de rosa, con un sofá cubierto de plástico donde uno se sentaba para que las mujeres se presentaran una por una. Mientras bajaban, y tratando de calmar mis nervios, me puse a mirar. Noté que al fondo había una radio grande, de consola, sobre la cual descansaba una fotografía de Pedro Infante en un portarretratos de madera despostillada. Me dije “Algo de ella está aquí”. Y cuando terminaron de bajar las muchachas me sentía feliz. Todas eran maduras, la más joven tendría cuarenta y tantos años. De repente ya no tenía nervios, sólo prisa por elegir. La mujer que me llevó a su cuarto, escaleras arriba, se parecía a Jorge. Se parecía mucho pero no era ella. No tenía el calor de su piel al sol de las dos de la tarde, ni su perfume, ni su voz crepitante. Pagué caro y viví lo que tenía que vivir.

Cuando bajé la escalera, ya de salida, las mujeres habían encendido la radio. Me di cuenta de que estaba sintonizada en la XEW, en La hora íntima de Agustín Lara. Y de pronto llamó a la estación una mujer cuya voz era igual a la de Jorge y dijo:

—Quiero pedir la canción “Imposible”, dedicada a Patito, de parte de una amiga.

No tuvo que decir su nombre. Yo sabía que era ella y hasta le perdoné lo de “Patito”, aunque me quedé preguntándome cómo le había hecho para saber de ese ridículo apodo.

Aquel mensaje me devolvió la paz. Sé que ni en la XEW ni en ninguna otra estación hay un programa que se llame así. Sé que Agustín Lara murió en 1970, y que el Montecarlo, el Smyrna Club y todos esos lugares dejaron de existir hace mucho tiempo, pero a veces, de repente, al pasar por algún comercio de ésos donde todavía queda una radio vieja, escucho que entra casi sin interferencia La hora íntima de Agustín Lara. Y me detengo unos minutos para oír a la gente que llama pidiendo canciones dedicadas. Cuando oigo esa voz áspera que me llama “Patito”, cierro los ojos y vuelvo a respirar la frescura de los álamos y las jacarandas mientras sostengo en la mía la mano de Jorge, cubierta de pecas y manchada de nicotina.

(Del libro Los pobres de espíritu. México, Patria-Nueva Imagen, 2005).