jueves, octubre 19, 2017

LA PALABRA MÁS DIFÍCIL

Foto: Paul Almásy





Cuando uno es chico, piensa que lo que ha visto siempre es lo normal. El barrio es la medida del mundo.
         Cuando yo era niño, lo normal era echar piropos a las mujeres. Era un signo de hombría, la prueba de que uno ya había dejado atrás los cochecitos y las canicas.
         El asunto es que yo era tímido y, cuando llegué a los 15 años, era el único de mis amigos que nunca había echado un piropo. Me afligía la sola idea de tener que hacerlo. En esa época, el respeto a la mujer era nada más no decirle algo cochino. Y si uno tenía suerte o era guapo, hasta podía ganarse una sonrisa. Yo quería tener suerte, ser guapo, que me sonrieran. Nunca me había sonreído una mujer como mujer. Nunca había yo besado a nadie. Nunca había olido de cerca una cabellera. Y me moría de ganas, pero todo me daba vergüenza.
         Un día, finalmente, me armé de valor. Me paré en el hueco de una puerta, medio escondido porque hasta para eso era cobarde, y esperé. Estaba nervioso. Cualquiera hubiera dicho que iba a coger y no a echar un piropo. Tenía idea del perfil que esperaba: no debía ser demasiado bonita, porque ésas me ponían todavía más nervioso. Que fuera regular, tirándole a feíta, pero con cara de buena gente para que no se enfadara. La esperé, la esperé... finalmente llegó. La vi venir y supe que era ella. Pero había olvidado si el momento era justo antes de que pasara, mientras iba pasando o ya que había pasado. Y en lo que decidía, como en cámara lenta, la muchacha se me escapó. Se lo eché a la espalda. El piropo, pues. Fue algo muy corto y dicho entre dientes, a costa de un esfuerzo muy grande.
         Ahora, a casi cuarenta años de distancia, pienso que no me oyó. Pero ese día yo estaba satisfecho: había cumplido. Había pronunciado la palabra.

jueves, enero 26, 2017

Tonalidad del invierno




1. Tono rural.

 El sol no se ve. Desde hace un par de meses no se ve. A través de la blancura compacta del cielo, brilla débilmente. La tierra helada lo adivina.
         En la aldea, la gente sale poco de su casa. No hay mucho que hacer afuera.
         Las casas bajas, dispersas, parecen dormir. Los tejados están cubiertos de nieve y sale humo de algunas chimeneas. En algún patio, dos gallinas picotean entre el hielo. Agitan las alas como para entrar el calor.
         Por el camino que sale de la aldea van dos mujeres. Desde lejos se ven las cabezas cubiertas con pañoletas, los cuerpos gruesos envueltos en tres o cuatro suéteres. Van a la panadería. Platican de un borracho que murió de frío durante la noche.


2. Tono urbano.

Horizontales. Verticales. Horizontales. Verticales. Horizontales. Verticales. Cables. Lineas ferroviarias. Postes.
         Escala de grises.
         A mediodía, la ciudad es gris claro; en la tarde, gris oscuro; en la mañana, gris oscuro. A mediodía, gris oscuro; en la tarde, gris claro...
         Por la ventana se ve el río, inerte; las fábricas en la otra orilla. Hay una obra en construcción. Las grúas cortan el aire, grises. Los obreros podrían ser el único elemento humano del paisaje. Podrían dar la nota de color con sus trajes anaranjados y sus cascos amarillos. Naranja gris. Amarillo gris.

lunes, octubre 24, 2016

VENTANA A LA NOCHE



El chico estaba afuera, al otro lado de la calle, en la orilla del parque. No era fácil verlo, por la oscuridad, pero Arelia sabía que ahí estaba mirando hacia su ventana. No podía dormir pensando en eso. Desde hacía días no podía dormir. Su esposo sí. Él dormía a su lado a pierna suelta, satisfecho después de la relación sexual como un lechón que ha comido bien. Seguro el chico trataba de imaginar lo que hacían. Tal vez se masturbaba.
         ¿Por qué dejó Arelia que las cosas llegaran a ese punto? Era una mujer madura, que en pocos años sería vieja. Tenía dos hijos; el menor, de la misma edad que ese chico. No podía alegar inocencia. Además, él no disimuló nunca la fascinación que sentía por ella. Desde que la vio en el minisúper ya no pudo quitarle los ojos de encima. Ella se dio cuenta y no hizo nada por detener aquello. Se sentía halagada. A pesar de sus casi cincuenta años, todavía era frecuente que la admiraran los hombres. Pero este chico le pareció diferente: lindo. Y él nunca había hecho el intento de hablarle ni de acercarse. Se limitaba a contemplarla, arrobado. Al principio lo hacía sólo cuando se encontraban por casualidad, en la calle o en el minisúper, o cuando ella sacaba el perro a pasear. Pero luego empezó a buscarla. A acecharla. Arelia debió contárselo a su marido en ese momento. Él habría puesto un alto. ¿Por qué no lo hizo? Ahora ya era tarde. Su marido enfurecería con ella por no decirle a tiempo; luego querría golpear al chico y eso sí sería terrible. Era un hombre agresivo. Y fuerte. El chico en cambio parecía tan frágil... ¿Cómo iba a defenderse? Quizás era eso lo que a Arelia le gustaba de él: su indefensión. Y sí, había llegado a tener fantasías con ese chamaquito, a preguntarse qué pasaría si...
         Se volvió hacia su marido, que roncaba en la penumbra con la boca abierta y el cuello del pijama ya mojado de sudor.
         Se levantó sin hacer ruido y se acercó a la ventana. Sí, ahí estaba el chico, mirando. Esperando. ¿Qué esperaba? ¿Qué quería de ella?
         Arelia volvió a la cama y se durmió. Soñó que se arrojaba contra la ventana para huir de su casa; rompía el vidrio en muchos pedazos, con un ruido espantoso, y caía en la banqueta; caía feliz de haber escapado, pero empapada de sangre y cubierta de vidrios.
         Cubierta de miedo, despertó.

lunes, septiembre 12, 2016

Deseos secretos



A Viki, que me contó esta historia

H es un pueblo pequeño, pero muy antiguo, tan antiguo que aparece mencionado en los libros de historia porque ahí se libró una sangrienta batalla en el siglo xiv. Pero la edad no se le ve mucho porque la mayoría de sus construcciones son recientes. A las otras se las acabaron el tiempo, la falta de recursos para mantenerlas, el deseo de modernidad... lo más viejo que queda (y no es tan viejo) es la iglesia presbiteriana, que está en perpetua reparación. También hay una iglesia luterana, una católica, una ortodoxa y una sinagoga. Demasiadas opciones para tan pocos habitantes porque, de estos pocos, no todos practican alguna religión. A los jóvenes ya casi no les interesa. Y luego viene el Islam... aunque quién sabe, ¿a qué musulmán le interesaría establecerse ahí? Todo esto lo dice D, el pastor de la iglesia presbiteriana, la que nunca termina de repararse.
         D es un buen hombre: trata de vivir de acuerdo con lo que predica. Tiene 50 y tantos años y está solo: su esposa murió y sus hijos se fueron a vivir a otros países. No ha vuelto a casarse, dice él que porque no tiene tiempo. La verdad es que trabaja mucho. No sólo es ocuparse de la iglesia. Un pastor tiene que ayudar a su congregación en todo: hablar con los esposos que se han distanciado, estar pendiente de los chicos, visitar a los enfermos y hasta ayudar a algún campesino con una vaca parturienta.
         Pero D tiene un secreto muy secreto. Y es que secretamente desea que hubiera más defunciones en su congregación. No se piense mal de él. Lo que pasa es que la crisis económica ha golpeado duro por aquí. Y el sueldo de D está por debajo del mínimo. Claro, no paga renta ni servicios, pero aun así, ¿cómo sobrevive un hombre con ese dinero? D se acompleta con lo que le pagan los deudos por un servicio fúnebre, que es como lo de un mes de sueldo, a veces más, a veces menos: según el sapo es la pedrada. Sólo eso tiene extra: servicios fúnebres. Bautizos y bodas no se pagan, como acostumbran los católicos, porque eso se hace en la iglesia durante los servicios dominicales. Sólo la muerte causa honorarios porque la muy canalla llega a la hora que le da la gana. Qué bueno. Si no, la gente programaría sus decesos para los domingos y nadie gastaría un clavo.
         Por eso D, secretamente, se regocija cuando alguien del rebaño va al encuentro con su Creador. A largo plazo eso también es para preocuparse: cuanto más pequeña es la congregación, menos es el dinero que se paga al pastor. Pero bueno, eso a él ya no le tocará —piensa—. Ha oído que los musulmanes vienen en masa; pronto estarán en todas partes quemando iglesias y levantando mezquitas en su lugar. D no cree vivir para verlo: que se preocupe de ello su sucesor.
         Bueno, honestamente, D tiene un secreto más: le dan celos cuando oye doblar las campanas de la iglesia católica. O de cualquiera de las otras. No es que le desee la muerte a nadie, por supuesto, pero si de todas maneras alguien del pueblo tiene que felpar, ¿por qué no puede ser uno de su iglesia?

martes, septiembre 06, 2016

Una grieta del tiempo


Se mete a la cama cuando ya estoy por caer dormido. Siempre lo hace igual: se acerca despacio, como quien ya no tiene motivos para creer en el tiempo; me observa unos instantes y luego se acuesta a mi lado. Siento su frío. Siento la sed con que se bebe el calor de mi cuerpo.
         Ya no me da miedo. Al principio, sí. La primera vez que uno ve un fantasma es horrible. Hay gente que se enferma del susto. Otros corren a comer pan para que no les cale. Yo no lo hice ni la primera vez ni la segunda ni la tercera ni la cuarta, aunque el miedo era el mismo. Finalmente me acostumbré. Ella lo sabe.
         A veces, cuando llego a mi casa y me pesa el silencio, saludo:
         —Ya llegué.
         Manías de solitario. Sé que ella anda por aquí y me imagino que sonríe al oír mi saludo, contenta porque la he aceptado como compañera de casa. No sé quién haya sido en vida ni cómo o cuándo murió. No me incumben esas cosas: cada quien su penar. Lo único que sé de ella, porque a veces miro con el rabillo del ojo y la encuentro a mi lado, es que es mujer. Fue mujer. No debe de haber muerto muy vieja, porque su figura no está encorvada; tampoco enferma, porque se desplaza con soltura. Los rasgos de la cara no alcanzo a distinguirlos todavía, pero dicen que quien empieza a ver a los fantasmas, cada vez ve más. Yo sólo veo una figura desdibujada, como una luz que no llega a ser luz.
         Se acurruca tímidamente a mi lado, sí. Y ahí se queda quieta. No sé si duerme (¿necesita dormir un fantasma?). Tampoco sé si me acompaña hasta que me levanto o se marcha en algún momento de la madrugada.
         A veces sueño con llantos. Sé que es ella, que está llorando a mi lado, y despierto. Intento abrazarla, pero no siento entre mis brazos más que aire frío: un aire de otra época que ha logrado colarse a mi cuarto por alguna grieta del tiempo. También su olor hace ese largo viaje a través de los mundos: un perfume desvaído, marchito, de violetas que murieron hace muchísimos años. Se queda en mi almohada cuando ella se va.
         Me gustaría preguntarle tantas cosas... después de todo es mi compañera. Por ella fui dejando mi vida amorosa y mi vida social. Por ella no he vuelto a traer amigos, porque sé que no le gustan los extraños. ¿Ya dije que al último que vino le cerró la puerta del baño y no lo dejaba entrar?